10 diciembre 2009

Doce

Algunos días son realmente inútiles en la vida. Veinticuatro horas de inutilidad. Esos días que te despertás temprano y no te querés levantar, porque no hay nada para hacer y cualquier cosa es una tortura para tu alma. Entonces esperás o dormís hasta que la mañana queda lejos, muy, muy lejos, y el cuerpo te pesa de tanto no hacer y te das cuenta de que no te queda otra, que tenés que levantarte y vivir esa mierda de vida que dios te dio.
Son esos días en que te viene y es domingo. Y no tenía que venir un domingo, tenía que venir el miércoles pero se adelantó de repente para sacarle por un rato el sentido a tu existencia. Sabés que esto no puede quedar así, entonces te levantás valientemente de un salto para darte cuenta de que no tenés fuerzas para caminar, ni para toser, porque encima estás resfriada. Así que te vas a dar un baño de inmersión creyendo que no debe haber nada más placentero.
Te das una ducha de un minuto y medio para eliminar impurezas y luego empezás a llenar la bañadera. Pero en la mitad del asunto, el agua comienza a salir fría y a lo lejos alguien lava los platos. Un domingo. Querés pegar un grito pero entre tu afonía, tu resfrío y el correr del agua del otro lado de la casa, nadie te escucha. Te quedás así, con media bañadera tibia, un humor de mierda y el peor baño de inmersión de tu vida. Salís peor que antes.
Porque ahora vas a la heladera y está vacía. No hay leche, no hay café, no hay una porción de pizza del día anterior, ni una puta galletita. Porque mirás hacia atrás y está todo mal. Eso que estabas segura de que no te había jodido, ahora te jode como nada en la vida. Todo lo que hiciste y lo que no hiciste es motivo de arrepentimiento. Lo que te propusiste es al pedo, nunca lo vas a lograr. Por cómo sos, nunca lo vas a lograr.
Y mirás hacia adelante pero no hay nada más que una cornisa, que estás ansiosa de saltar.
Y te mirás al espejo y estás fea, inútil, vulnerable, insoportable. Ni vos te soportás. Y empezás a llorar como una nena caprichosa o como un corazón recién partido, pero no tenés ganas de llorar. Es una pelotudez llorar. Y ahí estás, llorando como una pelotuda.
Entonces viene el Turco y te dice que hay ravioles. Así que te calmás un poco.

09 diciembre 2009

Once

El velatorio del señor Calcagno fue como todos los velatorios. Gente bien vestida, gestos sufridos y olor a muerte. Pero no fue esto lo que más me incomodó del asunto. Tampoco verlos a mis viejos con una tristeza tan exteriorizada que parecía ficticia.
Lo que me incomodó fue mi indiferencia. Intenté por todos los medios posibles meterme en la cabeza que Tony Calcagno estaba muerto para siempre y que eso era muy duro; que nunca más iría a reírme de sus chistes y que eso era angustiante. Pero yo estaba segura de mi consciencia y no sentía más que alivio por esa carga menos en Miru, en Mati y en el propio señor Calcagno. Ni siquiera remordimiento por no haberlo visitado durante los últimos cuatro meses.
En solitario resultaba fácil sentirse coherente ante estos pensamientos, pero al momento de consolar a Miru me creía insensible y estúpida. No podía más que abrazarla en silencio, mientras espantaba con la mirada a los dolientes interesados en dar su pésame.
Mientras tanto observaba a la gente. Me preguntaba sobre la razón de vestirse especialmente para un velatorio y sobre qué pautas seguiría cada uno. La necesidad de expresar dolor en el rostro a cada momento de silencio y en cada acercamiento a un familiar directo. Me preguntaba si sería algo calculado o un simple resultado fisiológico causado por el olor de las flores. Si estarían pensando en Tony o en algo más. Si alguno estuviera tan afligido que pensara en morirse junto a él. O si otro estuviera pensando en el asado que se perdió por estar en ese velorio de mierda.
Pensaba en Miru y en las plabras que necesitaría escuchar. Pensaba en Mati y en cómo estaría en algún otro rincón detrás del gentío, desconsolado en un sillón igual que Miru, pero en brazos de su novia. Y que había pensado primero en mí. Yo recibí la noticia, lo abracé y lo escuché antes que nadie. Y no sabía por qué.

En eso estaba cuando me di cuenta de que si mantenía esa posición oblicua de protección sobre Miru un minuto más iba a quedar deforme de por vida.

—Che, yo te quiero mucho, sabés, pero ya fue demasiado consuelo para mi cintura.

Miru sonrió y yo me quedé un poco tranquila y un poco feliz. Aproveché la ocasión para estirar las patas, fumarme un pucho y tomar aire fresco. O, por lo menos, aire un poco más vivo. Miru fue a cumplir con su rol de huérfana por un rato.

El día estaba precioso. Alguna que otra nube algodonosa y un sol gigante extinguiéndose. Yo creía que, como en las películas, todos los funerales se hacían bajo la lluvia en cementerios soñados, con pastitos de cancha de fútbol y lápidas ordenadas matemáticamente. Que todos llevaban paraguas y que esos paraguas eran negros. Y que siempre había un malenamorado detrás de un árbol, observando el dolor ajeno con el corazón roto.
Todo mentira. Acá ni siquiera había lágrimas. Caras de espanto, aflicción o aburrimiento, pero nada más. Y un sol que hacía feliz a la gente fuera del salón de la muerte. A la mañana siguiente, cremarían el cuerpo de Tony y chau.
Me fumé un cigarrillo y otro más, mientras pensaba en todo lo que fuera posible pensar, menos en lo que me había dicho Matías la noche anterior.

Miru no sabía que yo había pasado toda la noche con su hermano, pero supuso que no había dormido por mi cara de muerta en vida, así que me pidió que me vaya a casa. Me negué rotundamente, lo único que faltaba para sentirme realmente una mierda de amiga era dejarla sola. Pero al final de la noche, cuando sólo quedábamos Matías, su novia de toda la vida y nosotras, divididos de a pares por un paredón de silencios que nada tenían que ver con la familia ni con el luto, decidí hacerle caso.

Al llegar a casa me encontré con quince botellas de cerveza vacías, un señor roncando en el sillón del living y una infinidad de pañuelitos usados desparramados por el suelo. El Turco dormía como era su costumbre los sábados a la noche.

—Nene... tuve una pesadilla... ¿puedo dormir con vos?

21 noviembre 2009

Diez

Miru se había tomado la noticia con una entereza que impactaba. Producía admiración, pero también algo de pena. Como no podía ser de otra forma, se hizo cargo de todo el tramiterío que implica un fallecimiento como si no se tratara de su padre. Desde cerrar el kiosquito dejando la inscripción "cerrado por luto" hasta correr la noticia al resto de la familia, pasando por los gastos del funeral.

Tan ocupada estaba que no tuvo tiempo de caer en la cuenta de que su padre había muerto. Aún no sentía su falta. Debía hacerse cargo de él, como lo venía haciendo durante los últimos cinco años, aunque sea para que llegue bien a su propio velatorio. Muerto, pero bien. Presentable.

Matías no. Matías estaba despedazado en trocitos desparramados por aquí y por allá, y no se preocupaba por disimularlo. Eso fue lo que me desgarró por dentro cuando me miró desde el piso, en la puerta de mi edificio.

Aunque su padre había sido como un tío para mí, la noticia de su muerte no me tomó por sorpresa. De alguna forma, yo sentía que ya había muerto hacía tiempo, que sólo le restaba desaparecer. Evaporarse como en los videojuegos. Y era un alivio. Saber que eso estaba ocurriendo al fin, era un alivio.

Lo que sí me tomó por sorpresa fue la vulnerabilidad de Matías, que solía ir por la vida sin demostrar sentimiento alguno. Tal vez por su timidez, tal vez por orgullo o quien sabe qué. Matías carecía de expresión casi por completo, pero con una mirada podía decirte mucho más de lo que él hubiera querido.

Esa tarde-noche lo tuve a Matías desnudo en la entrada de mi casa y no supe cómo actuar. Lloré con él toda la noche y le convidé cerveza, que es lo que mejor sé hacer.

19 noviembre 2009

Nueve

Cuando llegué a casa, el Turco estaba tirado en el sillón, con unos anteojos de sol y a medio vestir, conmoviéndose con una novela mexicana o colombiana o algo. Por ese tiempo era algo que frecuentaba hacer cada vez que faltaba al laburo a causa de una resaca jodida.

El espíritu de limpieza y salubridad que había sabido reinar hasta el mediodía ya no existía. La heladera estaba otra vez vacía, pero yo me había anticipado pasando por el mercadito de los chinos y comprando algunos comestibles que no necesitaran cocción.

Ana! Bella! Hai comprato qualcosa da mangiare?

El Turco últimamente se sentía aburrido. Por eso veía telenovelas dramáticamente latinas y estudiaba italiano gratis por internet (con dudosos resultados). Se la pasaba diciendo: "Non c'è mai niente da mangiare in questa casa!", y algunas otras frases que, en todos los casos, contenían la palabra "mangiare". Por mi parte, me saqué las zapatillas, me puse unas pantuflas, preparé una picada ajustada pero potente, abrí una cerveza y me senté junto al Turco a ver el final de "Amor salvaje".

El Turco lloraba a moco tendido mientras aceptaba las rodajas de salamín que yo le ofrecía. Estaba muy sensible. Dos meses atrás se había peleado con la novia y todavía no lo había superado. Dos meses... Desde entonces yo le bancaba sus borracheras, sus depresiones y su creciente femineidad. ¡Dos meses!

Por otro lado, su ruptura significaba un alivio económico para mí. Brenda era muy simpática y nos llevábamos bastante bien, pero no es fácil noviar con alguien que vive con otra mina. En estos casos, los trámites se agilizan y la relación termina mal. En realidad, las relaciones siempre terminan mal, pero cuando se intenta madurarla antes de tiempo, entonces termina mal antes de tiempo. Si el Turco se iba a vivir con Brenda (cosa que estuvo a punto de hacer), yo no hubiera tenido cómo pagar los gastos e impuestos. Y además me había acostumbrado a vivir con él y todo eso.

Entonces ahí estaba, llorando dramáticamente como uno de esos personajes de telenovela. Yo me moría de ternura, porque el Turco es enorme. Es muy grande y muy intimidante cuando no lo conocés, y no tiene cara de buen tipo. Pero ahí estaba, llorando como si se le hubiera perdido una muñeca.

Cuando terminó la novela, el Turco moqueó unos minutos más hasta recordar a qué especie pertenecía. Se calmó, se duchó y se puso a ver fútbol.

—Che, cuando no estabas llamó Marcos... —me dijo dudando en el entretiempo de Arsenal-Colón.

—¿Y quién carajo es Marcos?

—No, Marcos no... Martín... —seguía dudando—. No, no... ¡Matías! ¿O Martín...?

—¿No ves que sos un pelotudo? ¿Matías o Martín?

—Creo que era Matías... ¿conocés algún Martín?

Millones de Martines y Matías se me cruzaron por la cabeza, aunque prevalecía sólo uno. Imposible, claro. Con el Turco discutíamos por este tipo de cuestiones a diario. Era la base de nuestra relación y siempre terminaban en carcajadas amistosas. Todos los que pasaban por casa solían decir que éramos como hermanos. Pero eso no es totalmente cierto. Nuestra relación es inclasificable, y sumamente valiosa por esa misma razón.

—¿Cómo se llama el hermano de Miru? Matías, ¿no? Creo que era él.

—Voy a comprar más cerveza —dije antes de sentir el peso de mi alma a la altura de los pies.

Cuando volvía de comprarle dos cervezas bien heladas a los mismos chinos de siempre, todavía con las pantuflas puestas, lo vi. Matías estaba sentado en la entrada de mi edificio, pálido, fumándose un pucho. Yo no sabía que fumaba, ni que conocía dónde yo vivía. Me acerqué en silencio, despacio y con un repentino miedo.

Matías me miró desde el suelo el tiempo suficiente para formarme un nudo en la garganta. Un instante. Sus ojos casi completamente rojos se llenaron de lágrimas por enésima vez esa tarde. Antes de decir nada se puso de pie para darme un abrazo tembloroso pero brusco. Y yo me quedé rígida, con una cerveza helada en cada mano, sin recordar mi propia existencia.

—Papá murió...

18 noviembre 2009

Ocho

Si mi sonrisa no es la misma cuando sos vos quien me hace sonreír, si mi recorrido no es el mismo cuando sé por qué camino puedo encontrarte, si mis palabras dejan de ser palabras cuando pasas a mi lado, si mi deseo se vuelve capricho por el sólo hecho de estar prohibido... ¿Qué será de mi sabiéndote imposible? ¿Qué será de mi saboreándote imposible? Si te alejo con crueldad, ¿por qué me miras como si me conocieras? Si te muestro mi peor faceta que no sabría sostener, ¿por qué no se detiene tu curiosidad? Si conozco los límites, ¿por qué no soy capaz de frenar ante la frontera? Si todo es menos que una fantasía, ¿por qué es tan real tu nombre y tu piel? Tu andar y tu mirada que desgarra mis sentidos, que penetra en mis sueños de insomnio, que derrite mi frialdad hasta volverme pequeña. Yo, sin amor, sin virtud. Chapoteás en mi resistencia, le das color a mis sombras, usurpás mi soledad y la volvés irreal. A un paso, inalcanzable, como la noche, como tus ojos. Lo prohibido, lo imposible, lo deseable. Yo, sin amor, sin virtud. El sueño que me falta cuando no puedo dormir, la llama que anhelo en la fría oscuridad, el silencio que busco cuando no sé qué decir, mi andar errado, tu mirada que desgarra mis sentidos. Las cuatro letras de tu nombre que se repiten en las chapitas de gaseosa, en las colillas de cigarrillo, en los boletos de colectivo, en la palma de mi mano.

—Bueno —dijo al fin, luego de tres minutos y medio de silencio—, es bastante malo.

—Lo sé.

—Definitivamente es tuyo, muy tuyo. Pero le falta... le falta... poesía. Esto no se puede decir en voz alta, alguna cosa quizás, pero no, no, no se grita. El comienzo es malo y el final es peor.

Marito se detuvo unos minutos más a observar el manuscrito con cara de espanto.

—Maro... —dije interrumpiendo sus reflexiones —, creo que voy a dejar de escribir.

—¡¿Qué?!

—Sí, sí, voy a dejar de escribir, por lo menos por un tiempo... largo.

—¿De qué estás hablando, Anabella? ¡Vos no podés dejar de escribir! ¿Qué? ¡No!

Marito abrió los ojos de un tamaño que yo no creí que hubiera ser humano capaz de lograr, se paró de un salto y volvió a agitar los brazos como el día que lo conocí, arrojando mi no-poesía por los aires.

—¡No, no, no! Si naciste para eso, así... lo dicen las estadísticas en los tests vocacionales, los astros en las cartas natales, los noticieros matutinos, tus manos cuando tiemblan por no escribir... ¡¿Qué?! ¡No, no! Vos no podés dejar de escribir, porque... ¡porque lo digo yo, mierda! ¡Lo digo yo...! —Marito tomó aire y yo le ofrecí un vaso de agua, pero me lo rechazó—. Escuchame, Anabella, que a mí no me guste todo lo que hacés no significa que esté de acuerdo con que dejes de escribir, ni que realmente mi opinión deba ejercer ningún tipo de influencia...

—Ya lo sé, pero no es por eso...

Y ahí me preocupé, porque ya lo tenía decidido. Nada de lo que me dijera Marito iría a cambiar mi decisión. A partir de ese momento supe que tendría que salir a buscar un empleo de verdad. O lo más cercano posible a un empleo de verdad. Ya nada de volantes, ni de artesanías, ni de malabares callejeros. Nada de pasear perros, ni vender libros por los bares.

—Yo empecé a escribir por mi falta de capacidad para darme a entender por medios orales —empecé a explicarle, intentando sonar coherente—, pero tal vez no haya sido más que una confusión. Encontré en la escritura un modo de expresarme cuando quise decir algo y nadie parecía oírme ni entenderme. Me tropecé con ella, porque no hay nada más fácil que agarrar una birome y un papel, no necesitaba mucha técnica. Pero tenía y todavía tengo algo para decir y siento que así como alguna vez espantaba a la comprensión con mi oratoria, tampoco ahora logro darme a entender con mis letras. Tal vez no sea lo mío la palabra y tenga que buscar expresarme por otro lado.

Marito me miraba con sincera preocupación. Preocupación por mí, no por él. Yo ya le había dado todo lo que era capaz de darle, una novela tres estrellas y una editorial independiente. Pero en el fondo, Marito se había encariñado con mis letras deformes como yo había logrado enternecer sus críticas que destrozaban mi vanidad.

—Pero tu mano... ¿cómo vas a hacer para que deje de temblar?

—Capaz que no sea algo tan propio, tan especial. Tal vez no sea más que un vicio, como el cigarrillo... Qué se yo.

Nos quedamos en silencio, cada uno reflexionando lo que creía conveniente. Yo observaba con extrañeza el calendario sobre el escritorio. Podríamos haber pasado horas o días sin sentir incomodidad y sin necesitar nada más. Pero a los cinco minutos me levanté para irme. Antes de salir del baño, me di vuelta y le dije:

—Maro... hoy es viernes.

—¿Cómo? —preguntó incrédulo.

—Sí, hoy es viernes.

01 noviembre 2009

Siete

A las cuatro estaba en la puerta de la casa de Marito. Vivía en un PH en Flores y tenía un patio lleno de conejos. Como cincuenta o sesenta conejos miraban desafiantes a cualquier forastero y también a los propios inquilinos. Subiendo unas escaleras junto al patio, estaba lo que él llamaba su oficina. No era mucho más que un baño en desuso bien decorado.

El piso estaba alfombrado con varias frazadas naranjas y azules. Los azulejos de las paredes estaban recubiertos casi en su totalidad de notitas autoadhesivas amarillas que bailaban graciosamente, culpa del viento que se filtraba a través de una pequeña ventiluz. La bañadera estaba oculta bajo una gruesa madera sobre la cual se apilaban decenas de cajas con las más diversas inscripciones. Pero esto sólo se notaba cuando Marito abría la cortina. Una mesa de piedra muy rústica decorada con caracoles y pedazos de azulejos separaba, a modo de escritorio, el inodoro del bidet. Sobre aquella no había más que un calendario y una buena cantidad de tacos de notas autoadhesivas amarillas.

A Marito lo había conocido cinco años antes de aquella tarde, en una verdulería. Yo tenía 18 y él 53. Me había llamado mucho la atención por su aspecto de Mini Cooper o de calefón antiguo. Y porque se estaba quejando de que sus mandarinas no tenían semillas. Se retiró muy alterado, luego de haber revoleado tres mandarinas peladas, agitando los brazos y murmurando groserías. Lo alcancé a los pocos metros y le recomendé una huerta cercana donde podría encontrar todo tipo de frutas, verduras y legumbres, muy exquisitas y con las semillas bien puestas. Me miró con suspicacia y me preguntó qué hacía yo en la verdulería conociendo aquella huerta. Un poco herida por su desconfianza, le contesté que necesitaba limones de urgencia, que no se podía comer escalopes sin limón.

En esa época yo formaba parte de una murga del barrio, «Los atolondrados de Floresta», y ensayábamos en la Plaza Banderín a la vuelta de la huerta. Por eso no fue extraño que pocas semanas después me lo cruzara cuando iba para un ensayo. Lo reconocí al instante por su porte rectangular con ángulos redondeados y, a diferencia de la última vez, él se mostró muy contento de encontrarme. No tardó en hacerme saber que trabajaba, muy a su pesar, como empleado en una gran cadena de librerías, pero que soñaba con ser editor de libros. Yo le conté, a modo de chiste, que tenía unos cuántos escritos descartables y una novela terminada lista para pulir o quemar. Pero Marito se emocionó rápidamente y tuve que encargarme de contactarlo con varios escritores de verdad que estaban intentando armar un proyecto independiente para editar lo que nadie quería editar.

Con la voluntad de Marito, aquel proyecto que parecía ser un simple capricho pasajero terminó concretándose en cuestión de días. Y lo que en un principio se mostró como una casona vieja y una impresora popular, con el tiempo se fue afianzando y formalizando hasta convertirse en uno de los emprendimientos culturales más grandes la ciudad. Aunque yo no participé de la movida, Marito creyó que todo se había logrado gracias a mi, y me recompensó publicando mi única novela.

La primera tirada de 50 ejemplares fue bastante pobre, pero yo estaba feliz y atontada y regalé los cincuenta. Marito sacó una segunda edición mucho más presentable y, con el objeto de difundir la inciativa, los vendió todos. La novela tuvo una aceptación y una repercusión increíble en el ambiente y Marito creyó encontrar en mí una joya preciosa que debía proteger con su vida. No volví a recibir ninguna clase de zalamería de parte de él, a pesar de que en los siguientes dos años, tuvo que reeditar mi novela cuatro veces más, en tiradas de 500. Un best-seller independiente. Y eso fue lo mejor que escribí en mi vida.

—Dame lo que tengas, ¡y espero que sea bueno! —me reclamó Marito desde el inodoro, cinco años después de nuestro primer encuentro.

Le entregué el manuscrito (una hoja de anotador) para que lo leyera en voz alta, porque solía decir que esa era la única forma de saber si algo realmente valía la pena.

Seis

Estaba segura de que era sábado. No podían ser más de las tres de la tarde, pero tampoco menos de las doce del mediodía. Mi reloj interno me impedía despertarme un sábado antes de esa hora. Aunque tal vez fuera lunes o viernes...

El Turco estaba acurrucado como un gatito a los pies de mi cama, pero roncaba como un león. Lo pateé con ganas un par de veces pero no reaccionó, así que me fui a desayunar.

Cuando terminé mi chocolatada con vainillas, me estiré un poco, apoyé bien el trasero sobre la silla, y con las manos sobre la mesa y mi cabeza encima de ellas, observé el vaso vacío con absoluta concentración (o eso creía). Estaba segura de que no se necesitaba más que voluntad para mover cosas con la mente, volar o detener el tiempo. Mi problema solía ser que no tenía tiempo para concentrarme lo suficiente.

Y justamente en eso andaba cuando sonó el teléfono. Resulta algo difícil encontrar los objetos en perfecto orden cuando uno está acostumbrado a buscarlos donde no deberían estar. Finalmente lo localicé y atendí. Era mi editor. Entonces era sábado. Marito no me llamaba si no era sábado.

—Necesito un poema romanticón para las diecisiete.

Marito me llamaba como si yo fuera un delivery de empanadas. A veces le hacía caso y le tiraba algo, sin preocuparme por saber qué hacía con eso después, a dónde llegaba. También me llamaba para criticar mis trabajos. Bien o mal, generalmente mal. Pero al final me aceptaba, imprimía, encuadernaba, publicaba y a veces incluso vendía, todo lo que yo le pedía sin hacer ningún cambio. Marito estaba loco, pero loco de verdad, y aún así era mi amigo. Era mi amigo porque a veces quería abrazarlo una vida entera y otras veces prefería empujarlo desde una terraza hacia el vacío.

—Pero yo no escribo poemas, Maro.

—No, no, un poema necesito. Algo tuyo, bien tuyo, que se note. Antes de las cinco, de las diecisiete horas, por favor. Esto es por vos, sabés que es por vos. Un poema tuyo, bien tuyo, color celeste tirando a azul noche.

—Voy a ver qué puedo hacer, Marito —le dije sin pensar—. Sabés que encontré mi celular, así que cuando quieras llamame ahí.

—Bien, bien, muy bien, muy bien. Antes de las cinco, de las diecisiete, mandame el poema.

Eran las dos de la tarde. Tenía tres horas, el Turco dormía y el vaso seguía en su lugar.

28 octubre 2009

Cinco

Todavía no eran las diez cuando me bajé del bondi, pero había oscurecido muy temprano y la noche ya se hacía demasiado extensa. Di una vuelta a la plaza para calmar mi angustia. Había perdido un trabajo y un perro el mismo día. No es que me importaran mucho, pero la noche era perfecta para angustiarse un rato y yo tenía las excusas a mano.

El Turco no había llegado todavía. El departamento era un desastre, había ropa y comida en cada rincón. Las cucarachas y las polillas se hacían un festín. Como era muy temprano y yo parecía no tener nada más en este mundo que aquel departamento, decidí limpiarlo y ordenarlo por primera vez en mi vida.

Encontré diez pesos en monedas y varios billetes de dos. Encontré cuentos que no recordaba haber escrito, y apuntes que había olvidado perder. Encontré facturas impagas, pulseras, memory cards, despertadores, gnomos y hasta un celular que creí robado. Pero, sorprendentemente, lo que más había eran chapitas de cerveza y colillas de cigarrillo.

Encendí la tele para estar atenta al partido de Boca mientras limpiaba. Había pocas cosas más satisfactorias que gritar los goles en contra al vecino bostero del C. El viejo era un hijo de puta, andaba siempre malhumorado cargándole la culpa a la gente de que él fuera paralítico. Y yo lo tenía viviendo al lado. Un sólo ascensor había en el edificio y él bajaba solo, aún habiendo espacio para más.

El año anterior había descubierto su debilidad. El Turco se juntó en casa con varios amigos para ver el Superclásico. Boca ganaba 1 a 0 y el grito de gol del rodado había retumbado en todo Floresta. Uno de los amigos del Turco era gallina y no se lo tomó muy bien. Así que cuando River le dio vuelta el partido, se lo hizo saber.

A la mañana siguiente, llamé al ascensor y me senté en las escaleras a esperar que salga el viejo. Siempre salía al mismo tiempo que yo, sólo para molestar, ya que no tenía a dónde ir. Su deporte era pasear en ascensor por los seis pisos del edificio. Pero esa mañana no salió. Me lo crucé por casualidad esa misma tarde mientras sacaba la basura. Su actitud continuaba siendo asquerosa y desagradable, pero en su mirada esquiva podía verse el dolor de su alma resquebrajada. Ese día comenzó la guerra.

Tres horas me llevó limpiar el living y un poco de la cocina. Terminé exhausta y sin poder descargarme (Boca le ganó con un gol al Cienciano), así que me fui a dormir.

A las cinco de la mañana apareció el Turco, llevándose la puerta de mi habitación por delante y sosteniéndose de la puerta del placard. Me cagué tanto que agarré automáticamente el velador, como si fuera a asustar a alguien con eso.

—Nena... tuve una pesadilla... ¿puedo dormir con vos?

El velador aterrizó directo en su cara y yo me volví a dormir.

27 octubre 2009

Cuatro

La tormenta había cesado, pero las calles seguían algo inundadas y el viento formaba suaves olas que, al reflejar la luz de la luna, provocaban mágicos destellos luminosos.

Mientras caminaba hacia la parada del colectivo, sentí que un perro me seguía. Me frené a mitad de cuadra para encender un cigarrillo y, efectivamente, un perro se frenó junto a mí. Doblé mal por una esquina y cuando volví sobre mis pasos, también el perro lo hizo. No tenía aspecto de ser un perro callejero, parecía limpio y cuidado, aunque tal vez fuera un efecto de la luz.

La parada estaba sobre una ancha avenida un poco mejor iluminada que el resto del barrio. Me apoyé sobre el poste del 53. El perro se sentó frente a mí. Quería decirme algo, estaba segura de eso. Tal vez supiera dónde se encontraba George Lucas. Tal vez estuviera dándome su pésame.

De golpe, se paró en sus cuatro patas, dio media vuelta y, volviendo la cabeza hacia atrás, continuó en dirección contraria al inexistente tránsito. Comencé a seguirlo, pero a los pocos metros vi que se acercaba el 53. Estiré mi brazo dudoso para pedirle que pare, mientras decidía qué hacer.

Finalmente, me subí al colectivo y observé desde allí la triste expresión del perro mientras me alejaba. Me sentí una mierda de ser humano.

22 octubre 2009

Tres

Sin agua para el mate, la heladera vacía, mi estómago rugiendo, decidí buscar al único que podía salvarme de esa situación.

Papá estaba nuevamente sentado a la cabecera de la mesa del living, improvisando una chacarera psicodélica. Alrededor, Tadeo, Maca, Bruno y Virginia, recitaban una letra inventada en el momento, una estrofa cada uno. "Tengo muchas ganas de hacer pipí, pero está muy oscuro", cantaba Brunito.

Seguí de largo, subí las escaleras y me dirigí al cuarto de Tomás. Golpeé la puerta.

—¡¿Qué?! —respondió una voz aguda.

—Soy yo.

Tomás salió a darme un abrazo, cerrando la puerta detrás de sí. Ni a mí me dejaba entrar.

—¿Tenés algo para comer ahí adentro? Estoy famélica.

—Esperá —dijo sin dudar, y se metió de nuevo en su cuarto cerrando la puerta. Lo hacía tan rápidamente que era imposible llegar a ver nada.

Salió un minuto después con una caja de pizza y una botella de gaseosa. Siempre sospeché que se había creado una cocina en su habitación (al menos era muy probable que tuviera una heladera y un microondas). Además sabía que su ventana daba a un pasillo y un paredón que separaba la casa de la de los vecinos. El pasillo, hacia la derecha, terminaba en un patio cerrado que llegaba hasta la entrada de la casa, pero no tenía salida. Hacia la izquierda, una puerta tapiada impedía el acceso al galpón, aunque era muy probable que Tomás hubiera encontrado como pasarla.

Nos sentamos en las escaleras y me dediqué a devorar la pizza. Tomás me miraba reflexivo.

—¿Qué pasó con George Lucas? —le pregunté antes de que comenzara con algún cuestionamiento extraño. George Lucas era un perro pulgoso que la familia tenía desde hacía más años de los que yo pudiera recordar. Me sorprendió no haberlo visto aullando junto a la orquesta de la planta baja.

—Lo secuestraron el mes pasado y nunca lo devolvieron. Le pidieron a papá un rescate de 70 pesos, pero cuando fue a buscarlo pensando en cagarlos a trompadas, no encontró a nadie. Capaz que se escapó o se murió en el camino...

—Mierda...

Era muy bizarro, pero todo lo que ocurría en ese barrio solía serlo. Me puso un poco triste la noticia. Nunca había sentido verdadero cariño por George Lucas, pero me había acostumbrado a su presencia.

—Llegué de la escuela y había un tipo un poco más chico que vos diciendo que era hijo de papá y de una tal Silvia, ¿la conocés?

—Sí... —cómo olvidarla.

—Bueno, le decía que hacía muchos años que quería conocerlo, pero cuando le preguntaban cosas dudaba un poco. Cuando le dijo que Silvia había muerto papá lo echó de la casa; nadie se dio cuenta de que se llevó al perro.

—¿Vos lo viste?

—Más vale —dijo como si fuera obvio.

—Qué turro.

El murmullo armonioso que provenía de abajo se transformó en una catástrofe ensordecedora. Papá había dejado los instrumentos en manos de Brunito.

—Bueno, querido, me voy a mi casa —dije mientras me estiraba, después de terminar la última porción de pizza —. Millones de gracias por la cena.

—Son catorce pesos —y me extendió la mano el atorrante. Lo miré con mi mejor expresión de desprecio —. Bueno, los pongo en tu cuenta.

Me despedí menos afectivamente que al comienzo y bajé las escaleras.

Bruno, radiante de felicidad, hacía sonar la campana mientras golpeaba ferozmente la pava con la bombilla. Maca intentaba calmarlo y lo retaba severamente. Tadeo y mis viejos se pasaban un porro de mano en mano, echados en tres fiacas. La ausencia de George Lucas era notable. Agarré unas monedas del platito de los vueltos y me fui sin que nadie lo notara.

19 octubre 2009

Dos

A las seis menos diez se largó la tormenta. Guardé los volantes que me quedaban y me fui a dar una vuelta en rollers bajo la lluvia. Me caí unas siete veces, por lo que cuando llegué al estudio estaba completamente empapada y sangrando varias partes del cuerpo.

—Renuncio.

El pseudo abogado me miró fijamente a través de sus anteojos sucios y torcidos. Luego se los quitó, los limpió un poco y los devolvió a su lugar. Seguían estando torcidos.

—No voy a pagarte el día de hoy.

—Está bien, puedo venir otro día.

Me fui antes de que pudiera decirme nada. Sabía que no iría a pagarme nunca, pero me tranquilizaba la consciencia imaginar su nerviosismo al no poder contestarme.
Continué patinando por el asfalto como si no hubiera tránsito. Los conductores no parecían muy felices, pero la lluvia me amparaba de los insultos. Bendita lluvia.

El barrio de mis padres solía inundarse frecuente y abundantemente. Antes de llegar a su casa, me saqué los rollers y las medias y crucé el arroyo. Al subir los escalones de la entrada, Virginia (mi señora madre) abrió la puerta y tocó el timbre. Se detuvo unos dos segundos antes de hacer un gesto negativo con la cabeza y me invitó a pasar mientras se llevaba el dedo índice a los labios, señalándome que si llegaba a hacer cualquier tipo de ruido, me echarían y desheredarían al instante. Mi viejo estaba sentado en la mesa frente a varias copas de diferentes tamaños llenas de agua, una botella y una pequeña campana. Le faltaba el LA. A papá siempre, siempre le faltaba el LA. Entonces la familia entera daba vuelta toda la casa en busca de la nota perdida, excepto Tomás.

Tomás tenía trece años y ya se avergonzaba de su familia. Sus dotes musicales eran inexistentes y eso lo hacía contrastar mucho con el resto de la prole. Durante el poco tiempo que pasaba en su casa, se encerraba en su habitación y nadie sabía con exactitud qué era lo que hacía allí dentro. Hemos pasado varios asados conjeturando horas enteras sobre lo que podría estar armando el pequeño Tom en su habitación. Sin embargo, yo lo entendía a mi hermano. Hacía diez años había pasado por su misma situación, y eso me llevó a irme de casa al poco tiempo. Comencé a valorar las visitas esporádicas (bien esporádicas) muchos años después.

Revisé algunas habitaciones buscando ropa para cambiarme y me fui a duchar. Cuando salí, todos seguían buscando el maldito LA. Bruno no tenía idea de lo que era, entonces lo buscaba debajo de la alfombra y encima de cada estante. Maca, en cambio, era muy cautelosa; lo buscaba sólo donde podía asegurar que existieran reales probabilidades de que se encuentre. Pero a Tadeo lo ponía tan nervioso no encontrarlo, que no tenía tiempo de buscarlo.

Esquivando locos me dirigí a la cocina para preparar unos mates. Cuando iba a sacar el mate de la alacena, una araña bajó pendiendo de un hilo a un centímetro de mi cara y tiré todo a la mierda, incluída yo. La bombilla cayó de punta en el pico de la pava y antes de darme cuenta tenía cinco espectadores relucientes. Sin querer había encontra el LA.

17 octubre 2009

Uno

Faltaba la lluvia. Ni más ni menos. Estaba a un chaparrón de acabar con aquella desgracia. Pero la pesadez era tanta que ni los nubarrones tenían aspecto de querer estrujarse.
La ropa se me pegaba al cuerpo y tenía los pies hinchados, por lo que me quité los rollers y los dejé a la vista. Tal vez haya sido una buena estrategia, la gente parecía más dispuesta a aceptar mis volantes. Los entregaba de a pilas, ya se hacía imposible despegarlos.

El laburo aquel por tortuoso, decadente, patético, explotador, mal remunerado, estresante... en fin, por poco aconsejable que fuera ese laburo, tenía su encanto. Más que encanto, le encontré la vuelta. Estar en permanente no-contacto con la gente sin voz y sin historia era un detonante perfecto para la imaginación. Y yo andaba floja de ideas.
Alguien me tomó del hombro.

—¿Quiere una alpargata, chica? —me dijo un tipo con un acento entre cubano y cordobés.

—Gracias, pero me gusta andar en patas.

Fue una negativa lo suficientemente cordial como para que no sintiera la necesidad de insultarme por lo bajo. Pero los vendedores ambulantes son muy sensibles.

Entregué el último piloncito que me quedaba a mano a un muchacho que pasó rápidamente, agarré los rollers y el bolso y me metí en el kiosco-bar de en frente para descansar un rato.

Estaba lleno de gente. Miru me hizo un gesto como diciendo "agarrá lo que quieras, yo tengo para rato". Saqué un porrón de la heladera y me senté en la primera mesa, mientras Matías ya me alcanzaba un plato con maní y papas fritas. Un amor.

—¿No vas a comer nada? —me preguntó mientras le pasaba un trapo a la mesa.

—No, gracias, estoy a dieta.

Se sentó en una silla libre frente a mí y nos quedamos viendo el noticiero que en ese momento estaba pasando un detallado informe sobre una anciana de 84 años que andaba en moto. Venía de Pehuajó y paró en la ciudad para comprar unos repuestos, pero algún copado filtró la información y ahora, pobre vieja, tenía tres canales de noticias con todo el tiempo del mundo para preguntarle boludeces. Cuando finalizó y pasaron al corte publicitario, Matías y yo nos miramos y observamos mutuamente nuestra expresión de imbecilidad. Cambiamos de tema urgentemente.

Matías es sumamente tímido y se viste muy mal. Eso me encanta. Además tiene una voz tranquila y rasposa que no combina con su apariencia. Eso lo hace más misterioso aún. De todas formas, Matías es el hermano menor de Miru, y Miru es mi mejor amiga. Ambos se estaban haciendo cargo del local desde hacía tres años, mientras su viejo pataleaba con la muerte en un hospital. Yo creo que si el padre hubiera muerto ya habrían abandonado el negocio hace rato. Pero ahí seguían, creyendo que su sacrificio servía de algo.

Matías es como un analgésico. Tan sólo un "buen día" suyo logra aliviarte cualquier tensión. Con Miru pasa exactamente lo contrario.

—¡Chau, chau, chau! —Miru empujaba a su hermano de la silla mientras agarraba un puñado de maní. Matías se fue, resignado, a cubrirla en el kiosco.

—¿Quién era ese bomboncito con el que hablabas? —me preguntó ansiosa mientras agarraba otro puñado de maníes.

—¿Tu hermano?

—No, tarada... —me clavó esa mirada atemorizante que cada tanto aparecía cuando le tiraba una indirecta sobre Mati. Aunque no pareciera, Miru lo cuidaba mucho.

Y la conversación siguió sin más información relevante.