01 agosto 2010

Dieciocho

Apenas llegué a mi edificio, me aseguré de seguir cada paso correctamente. Subí en ascensor hasta el último piso y bajé sigilosamente por las escaleras los dos pisos que me habían sobrado. Sin producir ningún sonido, saqué la bengala y un encendedor de mi mochila y, pegada contra la pared, le toqué el timbre al viejo de mierda. Esperé. Pero en la espera no logré evitar un estornudo. Maldito resfrío. ¿Me habría reconocido? El viejo no abrió. Tampoco llegué a escuchar ningún ruido dentro de su departamento. Esperé algunos minutos más y volví a tocar timbre. Pero el viejo no abrió. Resignada, entré a mi departamento.

El Turco y Facundo jugaban un partido de Winning Eleven. No había rastros del vagabundo sirviente. El Cuervo estaba en la cocina preparando un fernet.

—¿Cómo andás, hermosa?

—Acá andamos, en la lucha, ¿vos?

—¿Querés un fernet?

El Cuervo nunca contesta ninguna pregunta, ni siquiera un miserable saludo. Eso me enferma. El Cuervo es de esos tipos que se despiden guiñándote un ojo. Detesto esa clase de tipos. El Cuervo está bueno y lo sabe, por eso es tan desagradable.

—Y bueno. Pero bien cargado, sino no.

—Dejalo en manos del maestro.

El Cuervo siempre habla en tercera persona y ahí es cuando termina de desquiciarme. Estaba esperando que me hiciera el fernet para revoleárselo en su querida camiseta azulgrana que jamás se saca. Pero sólo en mi cabeza, no podía darle el gusto de hacerlo sentir importante.
Facundo gritó desaforadamente un gol desde el living, como si fuera la mayor hazaña de su vida. Y probablemente lo fuera. Facundo trabaja en un McDonalds de día y en un Burguer King de noche. Se puede decir que es un pelotudo histórico, de los grandes. De esos que nunca llegás a concebir la real dimensión de su pelotudez.
Siempre sentí algo de lástima por Facundo. Y un poco de repugnancia por el Cuervo. Sin embargo, no me llevo mal con ellos. Los amigos del Turco son como mis hermanos. Vivimos peleándonos en las buenas, pero en las malas es difícil encontrar un grupo más unido que nosotros.

Me llevé mi fernet al cuarto y la llamé a Miru a su casa. Al fin me atendió. Su voz pretendía sonar entera, aunque tantos años de amistad hicieron que notara su debilidad. Le conté las peripecias de mi día cuando pasé por su casa y así logré hacerla reír un poco. Sentir sus carcajadas genuinas a través del tubo del teléfono me reconfortaba el alma.

—Matí me contó que el viernes pasó por tu casa... —Miru sacó repentinamente un nuevo tema.

—Sí... fue... raro... —y yo no supe cómo afrontarlo.

—No sé si raro, a mi me pareció bastante lógico.

No sabía por qué, pero no quería seguir indagando en las opiniones de Miru. Tampoco sabía por qué pensar en Matías me jodía tanto adentro. Por qué desde aquella noche evitaba cualquier tipo de recuerdo sobre él. Había algo incómodo en esa situación. Incómodo o doloroso o ambas cosas a la vez. No. No quería hablar sobre Matías. Y, sobre todo, no quería hablar sobre Matías con Miru.

—Puede ser.