19 julio 2012

Treinta y uno

En algún momento de la madrugada, todos nos dormimos desparramados por los rincones de la casa. Pero en lo que pareció un rato después, Tomás me despertó con un almohadonazo en la cara.

—¡¿Qué hacés, pelotudo?!

—¿No te tenés que ir vos?

Busqué desesperadamente un reloj en cada punto del living, olvidando que en esa casa el tiempo no existe.

—Son las seis y veinte recién, te avisaba nomás.

Me volví a desplomar sobre el puff en el que había dormido, con un suspiro. Quise seguir durmiendo, pero la ansiedad del viaje me atacó ahí nomás. Mis viejos dormían abrazados en el sillón, con Brunito acurrucado al lado de ellos. Me quedé un rato mirándolos, enternecida, hasta que me terminé de despabilar y me levanté de un salto.

Julieta estaba en la cocina, tomando mate, absorta en la lectura de un diario de hacía 3 semanas atrás.

—¿Dormiste algo?

—¡¿QUÉ?! —gritó la Pola como si estuviera al lado de un bafle a todo volumen—. Perdón, ¿qué decías?

—Te preguntaba si dormiste algo —respondí riendo—. Sabés que ese diario es viejo, ¿no?

—Sí, sí, pero viste que las noticias cambian a la par de las modas, dos veces al año dependiendo del clima. Mientras tanto, es todo lo mismo, en todos lados, la misma tendencia, día tras día. Hoy es el frío, las olas polares, el dólar que sube, las gripes mortales, la inseguridad... Mañana es el calor, las alertas naranjas, el dólar que sube, los nuevos cánceres, la inseguridad... En el medio algún crimen en un country, o un escándalo entre gente poderosa y no mucho más.

—Guía para el hipocondríaco, un fascículo por día, en todos los quioscos.

—¿Cree padecer una enfermedad mortal? ¿Piensa que lo asesinarán en la próxima esquina? ¿Fantasea con el suicidio porque sus negocios no van bien? Mil millones de razones para temer por su vida y algunas más, pídaselo a su canillita amigo.

Estuvimos un rato boludeando con el periodismo y la desinformación, riéndonos tan fuerte que logramos despertar a mis viejos aún siendo de mañana. A las siete y cuarto, nos tomamos los últimos mates y nos despedimos de todos, con abrazos apurados entre corridas entrecortadas.

—Chau, ma.

Lo dije sin darme cuenta, como naturalmente, y me quedé helada por dentro, aunque me hice la boluda por fuera. Agarré mi bolso rápidamente y la alcancé a la Pola que ya estaba en la vereda, antes de que se cerrara la puerta por el viento. Llegué a verla a Virginia parada en el living, con los ojos llorosos, sonriendo y saludándome. Y sin perder más tiempo nos fuimos a tomar el tren.