24 diciembre 2010

Veintitrés

Hacía mucho que no pasaba tanto tiempo hablando estupideces con Miru. Por suerte nos olvidamos rápidamente de Nico y pudimos ponernos al tanto de todos nuestros problemas existenciales, tomar una inmensa cantidad de mates lavados, tocar la guitarra y cantar hasta que un vecino venga a quejarse, y luego seguir tocando y cantando.
Miru tiene una voz hermosa y una increíble capacidad para improvisar rimas absurdas sobre la marcha. Yo, en cambio, tuve que poner mis manos al día, porque hacía varios meses que no tocaba una guitarra.

Recordamos algunas terribles canciones que habíamos escrito diez años atrás, cuando quisimos formar una banda con Mati, Lucas y una chica que no podíamos recordar su nombre, pero que finalmente abandonó el proyecto cuando sus católicos padres se enteraron de sus intenciones. Yo también intentaba mantenerlo en secreto, pero no porque mis viejos no me dejaran, sino porque se hubieran puesto demasiado orgullosos de mí. Y, en esa época, eso me hubiera avergonzado lo suficiente como para olvidarme de mi propio sueño de ser una estrella de rock.
Ensayábamos en la terraza de la casa de Miru y, cada tanto, tocábamos en la fiesta de algún conocido. Pero dos años después no tuvimos más remedio que separarnos, cuando yo me fui de mi casa, Mati se puso de novio y Lucas empezó la facultad.

Recordamos todo esto con Miru, y ambas coincidimos en que fue ahí, justo en ese terrible momento en que nos dimos cuenta de que se había disuelto definitivamente la banda, cuando comenzó el precoz final de nuestra adolescencia.
Miru no terminó el último año de la secundaria para ayudar a su viejo en el bar. Ya sin ninguna banda que apoye su increíble voz, se dedicó enteramente a la rutina y llegar a fin de mes. Matías cargó con el peso de ser la única esperanza de la familia, la última ilusión. Hizo bien su papel: siguió las reglas, cumplió sus obligaciones, jamás se quejó, se casó a los 13 y, en el tiempo pactado, comenzó la carrera de Abogacía (la cual, gracias al cielo, no terminó). Yo me fui de mi casa en busca de una identidad y terminé buscando restos de comida entre la basura, hasta que, casi sin querer, descubrí que tenía una abuela.

Ya no había tiempo ni espacio para soñar, debíamos hacernos cargo de nuestras responsabilidades o de nuestra decisión de seguir la receta al pie de la letra.

—Ocho años pasaron, ¿podés creerlo? —se asombraba Miru.

—Ocho años... ¿Y qué aprendimos? Un carajo. Éramos más sabias de pendejas, cuando éramos realmente libres.

—A esa edad en lo único que pensábamos era en ser más grandes para ser más libres...

—¡Qué ilusas!

—Pero, Anabella, vos siempre fuiste libre, siempre hiciste lo que quisiste. Te fuiste de tu casa a los quince años, te ganaste la vida sola, trabajando de lo que se te cantaba el culo en cualquier momento, te piraste a la mierda cada vez que se te cruzó por la cabeza... Sos y siempre fuiste (si dejamos de lado este último tiempo) vos misma, no lo que nadie te pedía que fueras.

—Es que me la pasé escapando de todo, no sé atarme a nada, por eso siempre termino alejándome de la gente que quiero.

—Ese es el precio que se paga por ser diferente. Uno elige ser libre o mantenerse prisionero junto al resto de la sociedad. Pero vos no naciste para somerterte a nada ni nadie, y eso es algo admirable. Aunque, sí, es lógico que a veces te sientas sola.

—¿Pero de qué sirve la libertad en soledad?

—Vos no estás realmente sola, Ana, apenas estás algo perdida. No sé si alguna vez escuchaste la historia del peregrino que atravesó cien puertas buscando su libertad... bueno, y recién cuando atravesó la última se dio cuenta de que se encontraba en el fondo del calabozo.

—¿Estuviste leyendo a Paulo Coelho otra vez? ¡Sé sincera!

—No, en realidad me lo acabo de inventar, pero se entiende la idea, ¿no?

20 noviembre 2010

Veintidós

No volví a mi casa. Antes pasé por lo de Miru. En esos meses no había sido tan ingrata como para no visitarla, pero igual sentía que me había alejado mucho de ella.

—No me saluda —fue lo primero que me dijo, con ojos vidriosos, al abrirme la puerta.

—¿Quién no te saluda?

—Nico, no me quiere, no me saluda.

Miru se había enamorado. Y ahora estaba desconsolada porque la víctima de su amor no la saludaba por el MSN. Así estaban las cosas.

—Capaz que no te vio conectada o capaz que lo dejó abierto y no está en la computadora. O capaz que no te quiere.

—¡No seas mala!

Miru estaba idiota. Sí, era entendible. El amor pone idiota a la gente. Yo supe ser una de las idiotas más grandes alguna vez. Pero ver reflejada en otro esa obsesión de juguete me incomodaba muchísimo porque no sabía qué hacer, qué decir, qué opinar.

—¿Por qué no lo saludás vos?

—¡Es que siempre lo saludo yo! Me siento re gede, va a pensar que soy una densa.

Y probablemente lo fuera. El amor también pone densa a la gente. El amor o como se llame ese interés desquiciado por conocer aún más a una persona que acabás de conocer. Ese querer a toda costa conocer, descubrir, admirar, compartir, tocar. Densos e idiotas.

Nico se ha desconectado.

Y se armó nomás. Toda la noche consolando a la desconsolada.

—Turco, no voy a poder ir a ninguna de tus fiestas hoy. Estoy ocupada.

Pero ese ocupada sí que fue real.

Veintiuno

Creyendo haber pisado mal, me había alejado tanto de mí que me costó un buen tiempo recordar quién era. Y cuando me acordé, todo se volvió tan simple, tan fácil, tan lindo, que me sentí una pelotuda.

Al día siguiente me levanté bien entrada la tarde, y desayuné unos mates con bizcochitos de grasa como hacía tiempo no desayunaba. El Turco estaba contentísimo con mi renuncia, cada dos exclamaciones de júbilo, iba y me abrazaba. Y, entre medio de ellas, se acordaba de alguna fiesta nueva a la cual estaba invitada. Pero yo todavía me sentía un poco rara. Como no sabía muy bien qué hacer, decidí visitar a Marito, quien siempre supo ser mi guía espiritual, aunque de espiritual no tenía nada y de guía muy poco.

En la puerta de su casa me encontré con Adelaida, la vecina más simpática de Marito y, tal vez por eso mismo, la menos cuerda.

—¡Anabella, querida! Hace tiempo que no se te ve por acá... ¿Hay un mozalbete por ahí? Ah, no me diga que se mudó. El barrio ya no es lo que era antes, verdad, pero yo nací acá y acá voy a morir. ¿Vos dónde naciste, nena?

—No me acuerdo —respondí con sinceridad.

—¿Cómo no se acuerda? Sabés dónde vivís por lo menos, ¿no? Qué dulce, qué linda niña. Yo me voy a caminar antes de que me olvide, pero pasá, pasá. Mario tiene que estar por ahí. ¡Cuidado con los conejos! No los sigas que te pueden llevar a lugares impensados, y fijate que el tercer escalón...

Adelaida siguió hablando mientras se alejaba, pero no logré escuchar el resto de sus consejos. Siempre se alejaba antes de terminar de despedirse. Me pregunto si alguna vez habrá terminado de despedirse.

Marito estaba pasando la aspiradora por sus frazadas hechas alfombra. Se alegró mucho de verme aunque me retó fuerte por casi haber olvidado mi cara. Le conté (y fue la primera vez que lo hablé en voz alta) sobre mis problemas existenciales con una franqueza que me sorprendía a mí misma.

—Y sí, ya viste que el camino correcto es el que se disfruta. Si no se disfruta entonces no es correcto, no hay mucha filosofía para hacer de eso —me decía Maro despreocupadamente, mientras luchaba contra una pelusa en una esquina de la habitación.

—Sí, sí, es verdad eso, pero igual siento un vacío... No sé, es como cuando sabés que te estás olvidando de algo pero no sabés qué. Siento eso. Que me estoy olvidando de algo.

—¿Juntaste unos pesos al menos?

—Sí, bastantes... no sé para qué.

—Deberías hacer un viaje.

—¿A dónde?

—No importa a dónde. Lo importante es el viaje, no el destino. Viajá, tomate el primer colectivo a donde sea que vaya. Si es lejos mejor, siempre y cuando puedas volver.

Marito no tuvo que decir mucho más para convencerme.

—Y cuando vuelvas, ponete a escribir, Anabella. Te estás olvidando de escribir.

Veinte

Durante los siguientes dos meses mi vida se limitó a levantarme a las 6 de la mañana, pegarme una ducha rápida y salir corriendo para la oficina. Llegar siempre cinco minutos tarde y recibir regaños de los superiores. Volcar café tres veces al día, contestar llamados telefónicos durante ocho horas y pisar los talones del jefe de turno. Cumplir horas extras no remuneradas, quedarme dormida en el colectivo y volver a casa caminando. Pedir pizza o empanadas y responderle al Turco: "no, estoy muy cansada". Dormir y creer que no fue suficiente.

Un jueves, Tadeo pasó por casa por primera vez en su vida para preguntarme qué pasaba conmigo, que hacía tiempo no los visitaba. Le respondí que estaba muy ocupada últimamente. Muy ocupada.

No reparé en aquellas estúpidas palabras hasta una semana más tarde, en medio de una de mis rutinarias aventuras por llegar a la oficina. Estaba cruzando la calle con la luz del semáforo intermitente. Antes de llegar a la esquina, una moto que estaba escondida detrás de una camioneta, arrancó con todo y casi me atropella. Lo puteé de arriba a abajo, de izquierda a derecha y del centro pa' fuera. Una señora que esperaba paciente en la esquina, se tropezó del susto y un nene que pasaba justo por ahí se largó a llorar descontroladamente. Alguna otra señora que paseaba por la escena se acercó para hacerme llegar sus quejas hacia los conductores que no tienen respeto por el peatón. La mandé a la mierda de inmediato y seguí mi camino.

A la media cuadra frené de repente y me senté en la entrada de un edificio cualquiera. Había mandado a la mierda a una vieja que no tenía nada que ver, sólo porque estaba molesta por volver a llegar tarde al trabajo. Le había dicho a mi hermano que estaba muy ocupada. ¿Qué carajo era todo eso? Parecía estar viviendo una película yanqui. Tomaba café, obedecía... ¿Qué era lo que estaba buscando? Sea como fuese, no iría a encontrarlo ahí, así.

Una chica me pidió permiso para abrir la puerta que yo estaba obstruyendo. Me levanté y me fui a la plaza más cercana, donde un grupo de músicos ebrios tocaban guitarras, quenas y cantaban muy mal. Me quedé tomando vino y cantando mal con ellos, riendo de lo absurdo de la vida.

Algunas horas después algún nadie de la oficina me llamó para preguntarme si iría a trabajar. Le contesté que en un rato iba. Y a última hora fui, con un aliento a vino de cartón que espantaba, pero bien parada y con la frente en frente. Renuncié y les devolví el celular que me habían impuesto para controlarme.

Volví a casa feliz y le dije al Turco que le jugaba un partido de Winning. Que esa noche era la noche del Marsella.

Diecinueve

Sentía que hacía meses no dormía. Sin embargo, esa noche no pude dormir. No pensaba en nada en particular, simplemente me quedaba allí, recostada en la cama con las zapatillas puestas, con las manos entrelazadas sobre la panza, con los vozarrones de los muchachos musicalizando el ambiente, con la tenue luz del velador que cada vez iluminaba menos.
Me sentía poco. No sentía ser poco, sino que me sentía menos que antes. Me sentía más liviana, pero no de carga, sino de esencia. Creí que desaparecería de un momento a otro. Y aún así, sin querer, amaneció. Yo seguía siendo, poco, pero seguía estando.

Me despegué de la cama como después de una siesta y me preparé para volver a empezar. O para volver a seguir. Debía reencontrar mi rumbo. Jamás antes se me había ocurrido pensar siquiera en un rumbo, nunca tuve proyectos concretos y mis sueños siempre murieron al morir el insomnio. Pero consciente o inconscientemente, había dado un paso en falso y debía retomar el camino, cualquiera fuese.
Desayuné, me bañe y me vestí lo más decentemente que el ropero me permitió. Imprimí unos cuantos currículum que, en letra mínima, describían los cientos de oficios a los que me había dedicado a lo largo de mi vida. Ninguno de ellos me otorgaba experiencia ni prestigio, pero eran todo lo que tenía.

Durante tres días anduve de un lado a otro repartiendo papeles como si mi supervivencia dependiera de ello. Al tercer día me llamaron para mi primera y última entrevista. Secretaria/recepcionista de una empresa de moda, mis responsabilidades serían asistir a los diferentes directores de la compañía, organizar la agenda y atender el teléfono. Acepté. No lo pensé.

Si lo hubiera pensado, probablemente todo hubiera sido diferente.

01 agosto 2010

Dieciocho

Apenas llegué a mi edificio, me aseguré de seguir cada paso correctamente. Subí en ascensor hasta el último piso y bajé sigilosamente por las escaleras los dos pisos que me habían sobrado. Sin producir ningún sonido, saqué la bengala y un encendedor de mi mochila y, pegada contra la pared, le toqué el timbre al viejo de mierda. Esperé. Pero en la espera no logré evitar un estornudo. Maldito resfrío. ¿Me habría reconocido? El viejo no abrió. Tampoco llegué a escuchar ningún ruido dentro de su departamento. Esperé algunos minutos más y volví a tocar timbre. Pero el viejo no abrió. Resignada, entré a mi departamento.

El Turco y Facundo jugaban un partido de Winning Eleven. No había rastros del vagabundo sirviente. El Cuervo estaba en la cocina preparando un fernet.

—¿Cómo andás, hermosa?

—Acá andamos, en la lucha, ¿vos?

—¿Querés un fernet?

El Cuervo nunca contesta ninguna pregunta, ni siquiera un miserable saludo. Eso me enferma. El Cuervo es de esos tipos que se despiden guiñándote un ojo. Detesto esa clase de tipos. El Cuervo está bueno y lo sabe, por eso es tan desagradable.

—Y bueno. Pero bien cargado, sino no.

—Dejalo en manos del maestro.

El Cuervo siempre habla en tercera persona y ahí es cuando termina de desquiciarme. Estaba esperando que me hiciera el fernet para revoleárselo en su querida camiseta azulgrana que jamás se saca. Pero sólo en mi cabeza, no podía darle el gusto de hacerlo sentir importante.
Facundo gritó desaforadamente un gol desde el living, como si fuera la mayor hazaña de su vida. Y probablemente lo fuera. Facundo trabaja en un McDonalds de día y en un Burguer King de noche. Se puede decir que es un pelotudo histórico, de los grandes. De esos que nunca llegás a concebir la real dimensión de su pelotudez.
Siempre sentí algo de lástima por Facundo. Y un poco de repugnancia por el Cuervo. Sin embargo, no me llevo mal con ellos. Los amigos del Turco son como mis hermanos. Vivimos peleándonos en las buenas, pero en las malas es difícil encontrar un grupo más unido que nosotros.

Me llevé mi fernet al cuarto y la llamé a Miru a su casa. Al fin me atendió. Su voz pretendía sonar entera, aunque tantos años de amistad hicieron que notara su debilidad. Le conté las peripecias de mi día cuando pasé por su casa y así logré hacerla reír un poco. Sentir sus carcajadas genuinas a través del tubo del teléfono me reconfortaba el alma.

—Matí me contó que el viernes pasó por tu casa... —Miru sacó repentinamente un nuevo tema.

—Sí... fue... raro... —y yo no supe cómo afrontarlo.

—No sé si raro, a mi me pareció bastante lógico.

No sabía por qué, pero no quería seguir indagando en las opiniones de Miru. Tampoco sabía por qué pensar en Matías me jodía tanto adentro. Por qué desde aquella noche evitaba cualquier tipo de recuerdo sobre él. Había algo incómodo en esa situación. Incómodo o doloroso o ambas cosas a la vez. No. No quería hablar sobre Matías. Y, sobre todo, no quería hablar sobre Matías con Miru.

—Puede ser.

11 enero 2010

Diecisiete

Estaba muy confundida en el viaje a casa. O no sabía muy bien en qué pensar. O cómo hacerlo. Uno de esos momentos en los que la propia existencia resulta tan insignificante, tan poca cosa, que no puede asegurarse qué se es, qué se hace, qué se quiere.

El colectivero estaba muy apurado. No se detenía en la mayoría de las paradas, cada tanto cruzaba un semáforo en rojo, y parecía estar probando hasta dónde bajaba el acelerador. En una de sus infrecuentes detenciones se subió una nena de unos trece años pidiendo un boleto de noventa centavos. El chofer le preguntó hasta dónde iba y comenzaron una discusión en la que el colectivero le aseguraba que se había subido una parada antes de la debida para el boleto mínimo, y la nena respondía asustada que no tenía más de noventa centavos. Para cuando se calmaron, la nena ya había llegado a su destino y se bajó sin pagar. Esto puso aún más nervioso al chofer, quien comenzó a zigzaguear, esquivando autos como si estuviera jugando al Road Fighter en el Family Game.


Miré a mi alrededor; nadie notaba nada. Ene, ene, ene. Cada uno se encontraba inmerso en sus cuestiones, sin preocuparse por nada más, creyendo que estaban a salvo por haber dejado sus vidas en manos de un trabajador del transporte. Siempre creí que moriría en un accidente de tránsito, en un colectivo. Ya había pasado por situaciones similares: los conductores de la ciudad están locos, y los tacheros y colectiveros no se mantienen al margen. Las calles porteñas lo vuelven loco a uno. Porque los peatones también lo están, quizá más que los conductores. Más peligrosos que aquellos. La diferencia está en que los peatones son peligrosos para sí mismos: son suicidas en potencia. Los choferes, en cambio, son peligrosos para los demás: son asesinos con licencia que corren con sus armas apuntando a la multitud. La multitud que se entrega a ellos, confiadamente, probando la eficacia de sus ángeles guardianes y escudos de felpa.

Sí, siempre creí que moriría en un colectivo. Tal vez hoy fuera el día, aquella vez. La esperé consciente de mi espera. Aceptando la irreversibilidad de la visita. Sólo era una suicida más en la ciudad, pero sabiendo que lo era. ¿Serviría de algo? Si yo muriera en ese 5, ¿tomaría alguien consciencia del significado de mi muerte, el cual no tendría nada que ver con mi persona, sino con las probabilidades que tenía de morir? Seguramente no. Seguramente sería contabilizada como una víctima más en un accidente de tránsito de lo más usual.

Accidente. Qué mentira. De esos ya no quedan.

Llegué a mi parada, intacta.

En fin.

Otra vez será.

Dieciséis

Dos horas después estaba tocando el timbre de la casa de Miru, pero nadie respondía. Quise llamarla al celular cuando me di cuenta de que no lo tenía. El boludito me lo había afanado sin que yo me diera cuenta. Pero la Luli estaba conmigo y eso era lo importante.

Decidí pasar por lo de Jony en busca de la pequeña venganza que me esperaría al volver a casa, cuidando de no cruzarme con ningún otro maleante por el camino. Era 30 de Noviembre. Como se acercaban las fiestas, Jony estaba hasta las manos con el laburo pirotécnico, así que era el momento oportuno para manguearle una miserable bengala de humo.

Al alejarme del local de Jony, mientras cruzaba la calle en busca de una parada de colectivo familiar, me fijé en una señora, anciana ya, seguramente habría pasado la octava década, sentada en un banco de la plaza. Estaba sentada bien erguida, con las piernas muy juntas y ambas manos entre las rodillas. Su rostro me resultaba muy familiar. Pero lo que me llamó la atención fue su expresión. Tenía la mirada cansada, pero aún así alegre. Sonreía. Toda su postura decía que esperaba algo o a alguien, pero constantemente observaba satisfecha a la gente que se acumulaba en un rincón u otro de la plaza. No dudé en sacarle una foto, aunque me arrepentí un poco de no haber utilizado un rollo a color.

La anciana volvió su mirada hacia mí una milésima de segundo antes de que yo disparase. Me asusté al pensar que quizás se hubiera arruinado la foto al darse cuenta de que la estaban retratando. Pero cuando volví a mirarla sin ningún lente de por medio, ella seguía con su misma pasividad y alegría. Me acerqué y me senté a su lado.

—Discúlpeme... —¿Cómo expresar lo que viste con palabras?—. Era la foto perfecta. —No hay forma, no hay forma.

—No te disculpes, lo tomo como un halago —me sonrió la anciana incluso con la mirada—, aunque, si puedo ser curiosa, me gustaría ver cómo resultó.

—Bueno, es una cámara un poco antigua —respondí incómoda—, tengo que terminar el rollo y revelarlo.

—¡Ah! ¡Una cámara a rollo! Es de las mías, creí que ya no existían.

—Sí, son algo inusuales... las de ahora son bastante más prácticas.

—Hacen todo por uno, ¿no?

—Si...

La anciana retomó su estado de observación. Quería decirle algo, preguntarle algo, pero no sabía qué. Simplemente me quedé a su lado, observando yo también a la gente que se reunía en la plaza.

—¿Sabés? —comenzó la anciana unos pocos minutos después, sin dejar de mirar a la multitud—, he oído muchísimas veces la siguiente afirmación: "pretender culpabilizar a todos es no culpar a nadie". Es una frase interesante, pareciera tener mucho sentido y seguramente me sentiría muy inteligente al pronunciarla. Sin embargo, no puedo hacerlo. No tiene sentido que la diga yo. Que la diga alguien que se dedique a analizar las cosas, con teorías, con palabras, con supuestos. Pero que no lo diga alguien que vive con el sólo propósito de encontrar una justicia. Pedir castigo para todos sería una locura. Pero imagina a cada uno del montón, sin excepción alguna, cumpliendo la condena que le corresponde por su negligencia como ciudadano, como hermano, como padre. Sería maravilloso. Utópico. Tal vez.

»Sin embargo, cuando uno dedica su vida a buscar una justicia que pareciera tratarse de una leyenda, la imaginación no tiene límites. El pesimismo es un chiste muy inocente. La imposibilidad es un espejismo fácilmente detectable. La perseverancia es el caballo que nos lleva al galope hacia los paisajes más hermosos. Nos dicen que somos seres infantiles, inocentes, que desperdiciamos nuestro tiempo por una causa perdida. ¡Imaginate a mi edad! Nos reímos de ellos. Desperdician su vida en un mundo que no los convence, en un sistema que los oprime, en un ambiente que no los apasiona y, a veces incluso, acompañados de alguien que no aman. Que nadie intente ser feliz no significa que la felicidad haya desaparecido.

Yo no conocí muchas personas mayores a lo largo de mi vida. Mi abuela, el viejo de al lado y no mucho más. Pero esta señora no parecía una típica señora mayor. No hablaba como tal, no miraba como tal. Por lo menos, no como ninguna que yo hubiera conocido.

Anochecía y la plaza estaba cada vez más repleta, se volvía cada vez más pequeña e insuficiente. La señora comenzó a despedirse diciendo que tenía un largo viaje por delante. Creí que se tomaría el tren, pero entonces sacó un casco de debajo del asiento y se incorporó enérgicamente. Sabía que me resultaba familiar. Era la anciana de la moto que había salido en el noticiero hacía tres días y quince capítulos.

Quince

—¿Mi cámara? No... ¿no te interesa alguna otra cosa?

En el camino hacia el barrio de Miru, un flaquito matoncito todo frágil me arrinconó en una calle desierta y, nada amablemente, me pidió la cámara a cambio de terminar el día con vida.

—No te hagá la gila, dame la cámara, la plata, dame todo o te corto.

El tipito me apuntaba con una trincheta y se movía de un lado a otro como si el aire le diera corriente. Su expresión tenía la característica de producir aburrimiento.

—Emm... hagamos una cosa, ponele que vos ya me robaste la cámara, ¿no? Entonces ahora vas a venderla, porque si no al pedo la vas a tener, no sabés ni cómo se usa. Bueno, yo te la compro.

—¿Eh?

—Claro, hacé de cuenta que ya me la afanaste. Es tuya, te la quiero comprar.

—¿A cuánto?

—Decime vos.

—Cinco mil dólare.

—A ver... —dije revisando mis bolsillos—. Mirá, acá tengo dos con cuarenta y cinco, capaz que en casa tengo más...

—¿Qué queré jugá, pendejita? ¿Te hacé la gila conmigo? Te voy a cortá toda, no sabé quién soy yo.

A todo esto el flaco me tenía con un bracito contra la pared y con el otro amagaba a tajearme el cuello y se reía. Volvía a amagar y se volvia a reír. Entonces se puso serio, pero al tercer intento de un reflejo le atajé la muñeca y se la retorcí como un trapito de lo flacucho que era, pobre.

—¡Pero, che! ¿No me podés escuchar un segundo? ¿Vos estás drogado, no? Es jodido eso, tendrías que buscar algo que te apasione y te haga perder el tiempo. Yo te entiendo, en una me volví adicta al GTA, pero mal, ¿eh? Lo dejaba sólo para dormir o buscar algo de comer, y no comía ni dormía mucho. Después salía a la calle y seguía con el GTA. Me daban ganas de matar a golpes a cualquier transeúnte que pasara desprevenido, chorear un coche y arrollar a un par. Lo tuve que dejar y así empecé a sacar fotos y como que me encontré, ¿viste?

—¿Me estás gastando? —dijo con los dientes apretados, todavía intentando recuperar su muñeca y el resto de su mano. Lo solté a ver qué pasaba.

—Si no se te va la vida. Porque, te voy a decir algo y espero que no lo tomes a mal, pero eso es lo que ELLOS quieren. Quieren que te drogues con pegamento, con el paco o con la Play. Que te chupe todo un huevo así no te quejás de cómo te están cagando la vida. Al menos que no los busques, que te las arregles con los que encuentres más a mano.

»Eso no significa que ELLOS sean todos sanitos, ¡noo! No. La diferencia es que arriba sobra, abajo falta y, ante la falta, pasan cosas como esta: yo quiero sacar una foto y vos venís y me amenazás con un cúter que me vas a cortar toda. La realidad es que vos y yo no somos tan distintos. A los dos nos cagan y nos cagan todos los días como si eso fuera necesario para su propia supervivencia. Y nosotros lo único que queremos es que no nos rompan las pelotas. Yo no quiero estar ahí arriba, ni tener todo el poder del mundo como ELLOS. ¡No! Sólo quiero que no me rompan las pelotas. Y vos también. La diferencia entre nosotros es que yo tuve un poco más de suerte. Nada más.

»Si todos fuéramos más conscientes de nuestra situación, sería más fácil reclamar lo que nos corresponde, a quien corresponde. Seríamos más felices y no habría tanta violencia. Pero ELLOS no quieren que lo sepamos. ELLOS quieren que nosotros nos sintamos enemigos. Entonces vos me ves acá sacando fotos al reverendo pedo en esta vida y me querés cortar por hija de puta. Y yo dejo que me afanes todo para después, con la impotencia, el miedo y la bronca acumulada, salir a pedir que maten a ese hijo de puta que me robó, me amenazó y me pudo haber matado sin reparos. Así que nos matamos entre todos, porque somos todos unos hijos de puta. Y no, no, no. La verdad es que somos todos una manga de boludos. Egoístas y boludos.

Paré para respirar un poco de aire, me senté en el cordón de la vereda y saqué un pucho para respirar mejor.

—¿Querés? —le ofrecí al asaltante.

—Gracias —me aceptó con "ese", un poco más calmo.

Catorce

Sí, cada vez que venía alguien a casa me repetía lo mismo. Yo tenía esa costumbre y él esa paranoia.
Cerré la puerta detrás de mí y el primer paso que di se extendió un metro y medio más de lo común, hasta pararme contra la pared y quedar de frente al techo. Tenía la sospecha de que me dolería algo en cualquier instante, pero sin estar segura de qué. Me aseguré de que la Luli estuviera a salvo y ahí nomás sentí una punzada terrible en la parte izquierda de la cintura que me hizo retorcer durante algunos minutos, pero supo pasar.
Me incorporé a medias y examiné el piso del pasillo enchastrado de aceite. Viejo de mierda. Encima se daba el lujo de desperdiciar aceite.
Mantuve la calma, me levanté de a poquito y entré al departamento a cambiarme de ropa. Ya tendría tiempo para agarrarlo desprevenido a ese hijo de puta.

08 enero 2010

Trece

—Che, Turco... —comencé mientras me servía un plato de ravioles.

—Sí, sí, yo no estoy enamorado de vos, ni vos de mí. Ya fue, ya lo sabemos.

—En realidad te iba a preguntar quién es el tipo que está lavando los platos en la cocina... pero me alegro de que las cosas estén claras.

Era tan fácil. Con el Turco siempre era todo tan fácil que me daban ganas de abrazarlo y casarme con él. Así, sin amor, pero con esa comprensión exquisita de cada día.

—Si no estás enamorado de mí, tendré que aceptarlo —dije en medio de un fingido suspiro.

El Turco me tiró un pedazo de pan que me dio en el hombro.

—Sos demasiado perfecta para mí.

—Pfff... ¿perfecta yo? Lucite con algo más elaborado, Turquito.

—Una mujer que se duerme inmediatamente después de tener sexo es una mujer pefecta.

—Abé que eo e medira, ¿ó? —dije con tres ravioles en la boca.

—¿Qué cosa?

—Lo de la mujer perfecta, no existe. Los hombres viven reprochándole a las mujeres eso mismo que buscan en cada mujer. Se quejan de que hablan mucho, de los ataques de celos, que no entiendan de fútbol, que no les caigan bien sus amigos, etcétera. Pero si no hablan o si no celan, se ponen paranoicos. Si les gusta demasiado el fútbol o si se llevan demasiado bien con sus amigos, se sienten invadidos. Eso de que los hombres son simples es todo un mito, son tan rompebolas como las minas, pero sin la fama.

—¿De dónde sacaste eso? —me preguntó aguantando fallidamente una carcajada explosiva—. No conozco un sólo caso así, y aunque fuera cierto, no sé cómo lo verás vos, pero pareciera que los hombres buscaran algo tan simple como una mujer moderada, que no se vaya por los extremos, eso no es ser rompebolas.

—¿Una mujer moderada? ¿Que sea mujer pero no mucho? Que hable pero no demasiado, que cada tanto te haga una escenita de celos pero que no sea en serio, que no le guste el fútbol pero que tampoco le moleste ni se enganche a hacer preguntas estúpidas, que se lleve bien con tus amigos pero que nunca tenga ganas de verlos... ¿Eso es una mujer moderada?

—Bueno, un poco menos también, pero el te...

—¿Y me decís que no son rompe pelotas? Eso es una ilusión, Turco, eso es photoshop.

—No es tan así, Anabella —sentenció aburrido como para dar fin al tema.

—Es que no lo viviste. Ningún hombre te va a admitir que quiere un poco de esa cosa extraña que caracteriza a la mujer y de la que se quejó toda su vida. Pero cuando tienen lo que piden se sienten desatendidos, como las mujeres.

—¿Te volviste feminista o algo por el estilo esta mañana?

—El tema no es posicionarse en un lugar feminista o machista, la cosa es admitir que el ser humano es idiota por naturaleza, es hincha pelotas, y eso no tiene nada que ver con ser hombre o mujer. Son las tres de la tarde, Turco. Es domingo, estoy indispuesta, desempleada y con un casi pariente recién fallecido.

—Tá bien —el Turco me miró un rato esperando que su "tá bien" fuese suficiente para acabar con el tema—, no sos la mujer perfecta.

—Ahora nos entendemos.

Mentira. En realidad tenía ganas de que me diera un buen razonamiento para que toda mi absurda teoría creada en sueños se fuera al carajo. Terminé de limpiar el plato con el pan y se lo entregué al señor que hacía una hora no abandonaba la cocina.

—Es el vagabundo del subibaja, ¿te acordás?

—No.

—Ya te vas a acordar, me lo encontré ayer buscando su lugar después de tanto tiempo y lo invité a casa a tomar algo y hablar de la vida.

—Veo. Y que te limpie un poco de paso.

—Él solito se mandó.

—Bueno, si le dan ganas de lavar ropa todo mi placard está dispuesto. Me voy a pasear con la Luli.

Con "la Luli" me refería a mi pequeña Leicaflex, herencia de la abuela al igual que el resto de mi vida.

—Dale. Che, a la noche vienen Facu y el Cuervo. Acordate de, cuando vayas al baño, desabrocharte el pantalón cuando ya estés adentro.

—Bueeeeeenooooo...