01 noviembre 2009

Seis

Estaba segura de que era sábado. No podían ser más de las tres de la tarde, pero tampoco menos de las doce del mediodía. Mi reloj interno me impedía despertarme un sábado antes de esa hora. Aunque tal vez fuera lunes o viernes...

El Turco estaba acurrucado como un gatito a los pies de mi cama, pero roncaba como un león. Lo pateé con ganas un par de veces pero no reaccionó, así que me fui a desayunar.

Cuando terminé mi chocolatada con vainillas, me estiré un poco, apoyé bien el trasero sobre la silla, y con las manos sobre la mesa y mi cabeza encima de ellas, observé el vaso vacío con absoluta concentración (o eso creía). Estaba segura de que no se necesitaba más que voluntad para mover cosas con la mente, volar o detener el tiempo. Mi problema solía ser que no tenía tiempo para concentrarme lo suficiente.

Y justamente en eso andaba cuando sonó el teléfono. Resulta algo difícil encontrar los objetos en perfecto orden cuando uno está acostumbrado a buscarlos donde no deberían estar. Finalmente lo localicé y atendí. Era mi editor. Entonces era sábado. Marito no me llamaba si no era sábado.

—Necesito un poema romanticón para las diecisiete.

Marito me llamaba como si yo fuera un delivery de empanadas. A veces le hacía caso y le tiraba algo, sin preocuparme por saber qué hacía con eso después, a dónde llegaba. También me llamaba para criticar mis trabajos. Bien o mal, generalmente mal. Pero al final me aceptaba, imprimía, encuadernaba, publicaba y a veces incluso vendía, todo lo que yo le pedía sin hacer ningún cambio. Marito estaba loco, pero loco de verdad, y aún así era mi amigo. Era mi amigo porque a veces quería abrazarlo una vida entera y otras veces prefería empujarlo desde una terraza hacia el vacío.

—Pero yo no escribo poemas, Maro.

—No, no, un poema necesito. Algo tuyo, bien tuyo, que se note. Antes de las cinco, de las diecisiete horas, por favor. Esto es por vos, sabés que es por vos. Un poema tuyo, bien tuyo, color celeste tirando a azul noche.

—Voy a ver qué puedo hacer, Marito —le dije sin pensar—. Sabés que encontré mi celular, así que cuando quieras llamame ahí.

—Bien, bien, muy bien, muy bien. Antes de las cinco, de las diecisiete, mandame el poema.

Eran las dos de la tarde. Tenía tres horas, el Turco dormía y el vaso seguía en su lugar.

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