21 noviembre 2009

Diez

Miru se había tomado la noticia con una entereza que impactaba. Producía admiración, pero también algo de pena. Como no podía ser de otra forma, se hizo cargo de todo el tramiterío que implica un fallecimiento como si no se tratara de su padre. Desde cerrar el kiosquito dejando la inscripción "cerrado por luto" hasta correr la noticia al resto de la familia, pasando por los gastos del funeral.

Tan ocupada estaba que no tuvo tiempo de caer en la cuenta de que su padre había muerto. Aún no sentía su falta. Debía hacerse cargo de él, como lo venía haciendo durante los últimos cinco años, aunque sea para que llegue bien a su propio velatorio. Muerto, pero bien. Presentable.

Matías no. Matías estaba despedazado en trocitos desparramados por aquí y por allá, y no se preocupaba por disimularlo. Eso fue lo que me desgarró por dentro cuando me miró desde el piso, en la puerta de mi edificio.

Aunque su padre había sido como un tío para mí, la noticia de su muerte no me tomó por sorpresa. De alguna forma, yo sentía que ya había muerto hacía tiempo, que sólo le restaba desaparecer. Evaporarse como en los videojuegos. Y era un alivio. Saber que eso estaba ocurriendo al fin, era un alivio.

Lo que sí me tomó por sorpresa fue la vulnerabilidad de Matías, que solía ir por la vida sin demostrar sentimiento alguno. Tal vez por su timidez, tal vez por orgullo o quien sabe qué. Matías carecía de expresión casi por completo, pero con una mirada podía decirte mucho más de lo que él hubiera querido.

Esa tarde-noche lo tuve a Matías desnudo en la entrada de mi casa y no supe cómo actuar. Lloré con él toda la noche y le convidé cerveza, que es lo que mejor sé hacer.

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