18 noviembre 2009

Ocho

Si mi sonrisa no es la misma cuando sos vos quien me hace sonreír, si mi recorrido no es el mismo cuando sé por qué camino puedo encontrarte, si mis palabras dejan de ser palabras cuando pasas a mi lado, si mi deseo se vuelve capricho por el sólo hecho de estar prohibido... ¿Qué será de mi sabiéndote imposible? ¿Qué será de mi saboreándote imposible? Si te alejo con crueldad, ¿por qué me miras como si me conocieras? Si te muestro mi peor faceta que no sabría sostener, ¿por qué no se detiene tu curiosidad? Si conozco los límites, ¿por qué no soy capaz de frenar ante la frontera? Si todo es menos que una fantasía, ¿por qué es tan real tu nombre y tu piel? Tu andar y tu mirada que desgarra mis sentidos, que penetra en mis sueños de insomnio, que derrite mi frialdad hasta volverme pequeña. Yo, sin amor, sin virtud. Chapoteás en mi resistencia, le das color a mis sombras, usurpás mi soledad y la volvés irreal. A un paso, inalcanzable, como la noche, como tus ojos. Lo prohibido, lo imposible, lo deseable. Yo, sin amor, sin virtud. El sueño que me falta cuando no puedo dormir, la llama que anhelo en la fría oscuridad, el silencio que busco cuando no sé qué decir, mi andar errado, tu mirada que desgarra mis sentidos. Las cuatro letras de tu nombre que se repiten en las chapitas de gaseosa, en las colillas de cigarrillo, en los boletos de colectivo, en la palma de mi mano.

—Bueno —dijo al fin, luego de tres minutos y medio de silencio—, es bastante malo.

—Lo sé.

—Definitivamente es tuyo, muy tuyo. Pero le falta... le falta... poesía. Esto no se puede decir en voz alta, alguna cosa quizás, pero no, no, no se grita. El comienzo es malo y el final es peor.

Marito se detuvo unos minutos más a observar el manuscrito con cara de espanto.

—Maro... —dije interrumpiendo sus reflexiones —, creo que voy a dejar de escribir.

—¡¿Qué?!

—Sí, sí, voy a dejar de escribir, por lo menos por un tiempo... largo.

—¿De qué estás hablando, Anabella? ¡Vos no podés dejar de escribir! ¿Qué? ¡No!

Marito abrió los ojos de un tamaño que yo no creí que hubiera ser humano capaz de lograr, se paró de un salto y volvió a agitar los brazos como el día que lo conocí, arrojando mi no-poesía por los aires.

—¡No, no, no! Si naciste para eso, así... lo dicen las estadísticas en los tests vocacionales, los astros en las cartas natales, los noticieros matutinos, tus manos cuando tiemblan por no escribir... ¡¿Qué?! ¡No, no! Vos no podés dejar de escribir, porque... ¡porque lo digo yo, mierda! ¡Lo digo yo...! —Marito tomó aire y yo le ofrecí un vaso de agua, pero me lo rechazó—. Escuchame, Anabella, que a mí no me guste todo lo que hacés no significa que esté de acuerdo con que dejes de escribir, ni que realmente mi opinión deba ejercer ningún tipo de influencia...

—Ya lo sé, pero no es por eso...

Y ahí me preocupé, porque ya lo tenía decidido. Nada de lo que me dijera Marito iría a cambiar mi decisión. A partir de ese momento supe que tendría que salir a buscar un empleo de verdad. O lo más cercano posible a un empleo de verdad. Ya nada de volantes, ni de artesanías, ni de malabares callejeros. Nada de pasear perros, ni vender libros por los bares.

—Yo empecé a escribir por mi falta de capacidad para darme a entender por medios orales —empecé a explicarle, intentando sonar coherente—, pero tal vez no haya sido más que una confusión. Encontré en la escritura un modo de expresarme cuando quise decir algo y nadie parecía oírme ni entenderme. Me tropecé con ella, porque no hay nada más fácil que agarrar una birome y un papel, no necesitaba mucha técnica. Pero tenía y todavía tengo algo para decir y siento que así como alguna vez espantaba a la comprensión con mi oratoria, tampoco ahora logro darme a entender con mis letras. Tal vez no sea lo mío la palabra y tenga que buscar expresarme por otro lado.

Marito me miraba con sincera preocupación. Preocupación por mí, no por él. Yo ya le había dado todo lo que era capaz de darle, una novela tres estrellas y una editorial independiente. Pero en el fondo, Marito se había encariñado con mis letras deformes como yo había logrado enternecer sus críticas que destrozaban mi vanidad.

—Pero tu mano... ¿cómo vas a hacer para que deje de temblar?

—Capaz que no sea algo tan propio, tan especial. Tal vez no sea más que un vicio, como el cigarrillo... Qué se yo.

Nos quedamos en silencio, cada uno reflexionando lo que creía conveniente. Yo observaba con extrañeza el calendario sobre el escritorio. Podríamos haber pasado horas o días sin sentir incomodidad y sin necesitar nada más. Pero a los cinco minutos me levanté para irme. Antes de salir del baño, me di vuelta y le dije:

—Maro... hoy es viernes.

—¿Cómo? —preguntó incrédulo.

—Sí, hoy es viernes.

2 comentarios:

Polanesa dijo...

Ah, me llamo Anabella.

Manolo Palomino dijo...

yo me llamo Manolo =D, un gusto, guapa blogger