17 octubre 2009

Uno

Faltaba la lluvia. Ni más ni menos. Estaba a un chaparrón de acabar con aquella desgracia. Pero la pesadez era tanta que ni los nubarrones tenían aspecto de querer estrujarse.
La ropa se me pegaba al cuerpo y tenía los pies hinchados, por lo que me quité los rollers y los dejé a la vista. Tal vez haya sido una buena estrategia, la gente parecía más dispuesta a aceptar mis volantes. Los entregaba de a pilas, ya se hacía imposible despegarlos.

El laburo aquel por tortuoso, decadente, patético, explotador, mal remunerado, estresante... en fin, por poco aconsejable que fuera ese laburo, tenía su encanto. Más que encanto, le encontré la vuelta. Estar en permanente no-contacto con la gente sin voz y sin historia era un detonante perfecto para la imaginación. Y yo andaba floja de ideas.
Alguien me tomó del hombro.

—¿Quiere una alpargata, chica? —me dijo un tipo con un acento entre cubano y cordobés.

—Gracias, pero me gusta andar en patas.

Fue una negativa lo suficientemente cordial como para que no sintiera la necesidad de insultarme por lo bajo. Pero los vendedores ambulantes son muy sensibles.

Entregué el último piloncito que me quedaba a mano a un muchacho que pasó rápidamente, agarré los rollers y el bolso y me metí en el kiosco-bar de en frente para descansar un rato.

Estaba lleno de gente. Miru me hizo un gesto como diciendo "agarrá lo que quieras, yo tengo para rato". Saqué un porrón de la heladera y me senté en la primera mesa, mientras Matías ya me alcanzaba un plato con maní y papas fritas. Un amor.

—¿No vas a comer nada? —me preguntó mientras le pasaba un trapo a la mesa.

—No, gracias, estoy a dieta.

Se sentó en una silla libre frente a mí y nos quedamos viendo el noticiero que en ese momento estaba pasando un detallado informe sobre una anciana de 84 años que andaba en moto. Venía de Pehuajó y paró en la ciudad para comprar unos repuestos, pero algún copado filtró la información y ahora, pobre vieja, tenía tres canales de noticias con todo el tiempo del mundo para preguntarle boludeces. Cuando finalizó y pasaron al corte publicitario, Matías y yo nos miramos y observamos mutuamente nuestra expresión de imbecilidad. Cambiamos de tema urgentemente.

Matías es sumamente tímido y se viste muy mal. Eso me encanta. Además tiene una voz tranquila y rasposa que no combina con su apariencia. Eso lo hace más misterioso aún. De todas formas, Matías es el hermano menor de Miru, y Miru es mi mejor amiga. Ambos se estaban haciendo cargo del local desde hacía tres años, mientras su viejo pataleaba con la muerte en un hospital. Yo creo que si el padre hubiera muerto ya habrían abandonado el negocio hace rato. Pero ahí seguían, creyendo que su sacrificio servía de algo.

Matías es como un analgésico. Tan sólo un "buen día" suyo logra aliviarte cualquier tensión. Con Miru pasa exactamente lo contrario.

—¡Chau, chau, chau! —Miru empujaba a su hermano de la silla mientras agarraba un puñado de maní. Matías se fue, resignado, a cubrirla en el kiosco.

—¿Quién era ese bomboncito con el que hablabas? —me preguntó ansiosa mientras agarraba otro puñado de maníes.

—¿Tu hermano?

—No, tarada... —me clavó esa mirada atemorizante que cada tanto aparecía cuando le tiraba una indirecta sobre Mati. Aunque no pareciera, Miru lo cuidaba mucho.

Y la conversación siguió sin más información relevante.

1 comentario:

Manolo Palomino dijo...

me empezó a gustar esto.. seguire con el dos!!!