21 noviembre 2009

Diez

Miru se había tomado la noticia con una entereza que impactaba. Producía admiración, pero también algo de pena. Como no podía ser de otra forma, se hizo cargo de todo el tramiterío que implica un fallecimiento como si no se tratara de su padre. Desde cerrar el kiosquito dejando la inscripción "cerrado por luto" hasta correr la noticia al resto de la familia, pasando por los gastos del funeral.

Tan ocupada estaba que no tuvo tiempo de caer en la cuenta de que su padre había muerto. Aún no sentía su falta. Debía hacerse cargo de él, como lo venía haciendo durante los últimos cinco años, aunque sea para que llegue bien a su propio velatorio. Muerto, pero bien. Presentable.

Matías no. Matías estaba despedazado en trocitos desparramados por aquí y por allá, y no se preocupaba por disimularlo. Eso fue lo que me desgarró por dentro cuando me miró desde el piso, en la puerta de mi edificio.

Aunque su padre había sido como un tío para mí, la noticia de su muerte no me tomó por sorpresa. De alguna forma, yo sentía que ya había muerto hacía tiempo, que sólo le restaba desaparecer. Evaporarse como en los videojuegos. Y era un alivio. Saber que eso estaba ocurriendo al fin, era un alivio.

Lo que sí me tomó por sorpresa fue la vulnerabilidad de Matías, que solía ir por la vida sin demostrar sentimiento alguno. Tal vez por su timidez, tal vez por orgullo o quien sabe qué. Matías carecía de expresión casi por completo, pero con una mirada podía decirte mucho más de lo que él hubiera querido.

Esa tarde-noche lo tuve a Matías desnudo en la entrada de mi casa y no supe cómo actuar. Lloré con él toda la noche y le convidé cerveza, que es lo que mejor sé hacer.

19 noviembre 2009

Nueve

Cuando llegué a casa, el Turco estaba tirado en el sillón, con unos anteojos de sol y a medio vestir, conmoviéndose con una novela mexicana o colombiana o algo. Por ese tiempo era algo que frecuentaba hacer cada vez que faltaba al laburo a causa de una resaca jodida.

El espíritu de limpieza y salubridad que había sabido reinar hasta el mediodía ya no existía. La heladera estaba otra vez vacía, pero yo me había anticipado pasando por el mercadito de los chinos y comprando algunos comestibles que no necesitaran cocción.

Ana! Bella! Hai comprato qualcosa da mangiare?

El Turco últimamente se sentía aburrido. Por eso veía telenovelas dramáticamente latinas y estudiaba italiano gratis por internet (con dudosos resultados). Se la pasaba diciendo: "Non c'è mai niente da mangiare in questa casa!", y algunas otras frases que, en todos los casos, contenían la palabra "mangiare". Por mi parte, me saqué las zapatillas, me puse unas pantuflas, preparé una picada ajustada pero potente, abrí una cerveza y me senté junto al Turco a ver el final de "Amor salvaje".

El Turco lloraba a moco tendido mientras aceptaba las rodajas de salamín que yo le ofrecía. Estaba muy sensible. Dos meses atrás se había peleado con la novia y todavía no lo había superado. Dos meses... Desde entonces yo le bancaba sus borracheras, sus depresiones y su creciente femineidad. ¡Dos meses!

Por otro lado, su ruptura significaba un alivio económico para mí. Brenda era muy simpática y nos llevábamos bastante bien, pero no es fácil noviar con alguien que vive con otra mina. En estos casos, los trámites se agilizan y la relación termina mal. En realidad, las relaciones siempre terminan mal, pero cuando se intenta madurarla antes de tiempo, entonces termina mal antes de tiempo. Si el Turco se iba a vivir con Brenda (cosa que estuvo a punto de hacer), yo no hubiera tenido cómo pagar los gastos e impuestos. Y además me había acostumbrado a vivir con él y todo eso.

Entonces ahí estaba, llorando dramáticamente como uno de esos personajes de telenovela. Yo me moría de ternura, porque el Turco es enorme. Es muy grande y muy intimidante cuando no lo conocés, y no tiene cara de buen tipo. Pero ahí estaba, llorando como si se le hubiera perdido una muñeca.

Cuando terminó la novela, el Turco moqueó unos minutos más hasta recordar a qué especie pertenecía. Se calmó, se duchó y se puso a ver fútbol.

—Che, cuando no estabas llamó Marcos... —me dijo dudando en el entretiempo de Arsenal-Colón.

—¿Y quién carajo es Marcos?

—No, Marcos no... Martín... —seguía dudando—. No, no... ¡Matías! ¿O Martín...?

—¿No ves que sos un pelotudo? ¿Matías o Martín?

—Creo que era Matías... ¿conocés algún Martín?

Millones de Martines y Matías se me cruzaron por la cabeza, aunque prevalecía sólo uno. Imposible, claro. Con el Turco discutíamos por este tipo de cuestiones a diario. Era la base de nuestra relación y siempre terminaban en carcajadas amistosas. Todos los que pasaban por casa solían decir que éramos como hermanos. Pero eso no es totalmente cierto. Nuestra relación es inclasificable, y sumamente valiosa por esa misma razón.

—¿Cómo se llama el hermano de Miru? Matías, ¿no? Creo que era él.

—Voy a comprar más cerveza —dije antes de sentir el peso de mi alma a la altura de los pies.

Cuando volvía de comprarle dos cervezas bien heladas a los mismos chinos de siempre, todavía con las pantuflas puestas, lo vi. Matías estaba sentado en la entrada de mi edificio, pálido, fumándose un pucho. Yo no sabía que fumaba, ni que conocía dónde yo vivía. Me acerqué en silencio, despacio y con un repentino miedo.

Matías me miró desde el suelo el tiempo suficiente para formarme un nudo en la garganta. Un instante. Sus ojos casi completamente rojos se llenaron de lágrimas por enésima vez esa tarde. Antes de decir nada se puso de pie para darme un abrazo tembloroso pero brusco. Y yo me quedé rígida, con una cerveza helada en cada mano, sin recordar mi propia existencia.

—Papá murió...

18 noviembre 2009

Ocho

Si mi sonrisa no es la misma cuando sos vos quien me hace sonreír, si mi recorrido no es el mismo cuando sé por qué camino puedo encontrarte, si mis palabras dejan de ser palabras cuando pasas a mi lado, si mi deseo se vuelve capricho por el sólo hecho de estar prohibido... ¿Qué será de mi sabiéndote imposible? ¿Qué será de mi saboreándote imposible? Si te alejo con crueldad, ¿por qué me miras como si me conocieras? Si te muestro mi peor faceta que no sabría sostener, ¿por qué no se detiene tu curiosidad? Si conozco los límites, ¿por qué no soy capaz de frenar ante la frontera? Si todo es menos que una fantasía, ¿por qué es tan real tu nombre y tu piel? Tu andar y tu mirada que desgarra mis sentidos, que penetra en mis sueños de insomnio, que derrite mi frialdad hasta volverme pequeña. Yo, sin amor, sin virtud. Chapoteás en mi resistencia, le das color a mis sombras, usurpás mi soledad y la volvés irreal. A un paso, inalcanzable, como la noche, como tus ojos. Lo prohibido, lo imposible, lo deseable. Yo, sin amor, sin virtud. El sueño que me falta cuando no puedo dormir, la llama que anhelo en la fría oscuridad, el silencio que busco cuando no sé qué decir, mi andar errado, tu mirada que desgarra mis sentidos. Las cuatro letras de tu nombre que se repiten en las chapitas de gaseosa, en las colillas de cigarrillo, en los boletos de colectivo, en la palma de mi mano.

—Bueno —dijo al fin, luego de tres minutos y medio de silencio—, es bastante malo.

—Lo sé.

—Definitivamente es tuyo, muy tuyo. Pero le falta... le falta... poesía. Esto no se puede decir en voz alta, alguna cosa quizás, pero no, no, no se grita. El comienzo es malo y el final es peor.

Marito se detuvo unos minutos más a observar el manuscrito con cara de espanto.

—Maro... —dije interrumpiendo sus reflexiones —, creo que voy a dejar de escribir.

—¡¿Qué?!

—Sí, sí, voy a dejar de escribir, por lo menos por un tiempo... largo.

—¿De qué estás hablando, Anabella? ¡Vos no podés dejar de escribir! ¿Qué? ¡No!

Marito abrió los ojos de un tamaño que yo no creí que hubiera ser humano capaz de lograr, se paró de un salto y volvió a agitar los brazos como el día que lo conocí, arrojando mi no-poesía por los aires.

—¡No, no, no! Si naciste para eso, así... lo dicen las estadísticas en los tests vocacionales, los astros en las cartas natales, los noticieros matutinos, tus manos cuando tiemblan por no escribir... ¡¿Qué?! ¡No, no! Vos no podés dejar de escribir, porque... ¡porque lo digo yo, mierda! ¡Lo digo yo...! —Marito tomó aire y yo le ofrecí un vaso de agua, pero me lo rechazó—. Escuchame, Anabella, que a mí no me guste todo lo que hacés no significa que esté de acuerdo con que dejes de escribir, ni que realmente mi opinión deba ejercer ningún tipo de influencia...

—Ya lo sé, pero no es por eso...

Y ahí me preocupé, porque ya lo tenía decidido. Nada de lo que me dijera Marito iría a cambiar mi decisión. A partir de ese momento supe que tendría que salir a buscar un empleo de verdad. O lo más cercano posible a un empleo de verdad. Ya nada de volantes, ni de artesanías, ni de malabares callejeros. Nada de pasear perros, ni vender libros por los bares.

—Yo empecé a escribir por mi falta de capacidad para darme a entender por medios orales —empecé a explicarle, intentando sonar coherente—, pero tal vez no haya sido más que una confusión. Encontré en la escritura un modo de expresarme cuando quise decir algo y nadie parecía oírme ni entenderme. Me tropecé con ella, porque no hay nada más fácil que agarrar una birome y un papel, no necesitaba mucha técnica. Pero tenía y todavía tengo algo para decir y siento que así como alguna vez espantaba a la comprensión con mi oratoria, tampoco ahora logro darme a entender con mis letras. Tal vez no sea lo mío la palabra y tenga que buscar expresarme por otro lado.

Marito me miraba con sincera preocupación. Preocupación por mí, no por él. Yo ya le había dado todo lo que era capaz de darle, una novela tres estrellas y una editorial independiente. Pero en el fondo, Marito se había encariñado con mis letras deformes como yo había logrado enternecer sus críticas que destrozaban mi vanidad.

—Pero tu mano... ¿cómo vas a hacer para que deje de temblar?

—Capaz que no sea algo tan propio, tan especial. Tal vez no sea más que un vicio, como el cigarrillo... Qué se yo.

Nos quedamos en silencio, cada uno reflexionando lo que creía conveniente. Yo observaba con extrañeza el calendario sobre el escritorio. Podríamos haber pasado horas o días sin sentir incomodidad y sin necesitar nada más. Pero a los cinco minutos me levanté para irme. Antes de salir del baño, me di vuelta y le dije:

—Maro... hoy es viernes.

—¿Cómo? —preguntó incrédulo.

—Sí, hoy es viernes.

01 noviembre 2009

Siete

A las cuatro estaba en la puerta de la casa de Marito. Vivía en un PH en Flores y tenía un patio lleno de conejos. Como cincuenta o sesenta conejos miraban desafiantes a cualquier forastero y también a los propios inquilinos. Subiendo unas escaleras junto al patio, estaba lo que él llamaba su oficina. No era mucho más que un baño en desuso bien decorado.

El piso estaba alfombrado con varias frazadas naranjas y azules. Los azulejos de las paredes estaban recubiertos casi en su totalidad de notitas autoadhesivas amarillas que bailaban graciosamente, culpa del viento que se filtraba a través de una pequeña ventiluz. La bañadera estaba oculta bajo una gruesa madera sobre la cual se apilaban decenas de cajas con las más diversas inscripciones. Pero esto sólo se notaba cuando Marito abría la cortina. Una mesa de piedra muy rústica decorada con caracoles y pedazos de azulejos separaba, a modo de escritorio, el inodoro del bidet. Sobre aquella no había más que un calendario y una buena cantidad de tacos de notas autoadhesivas amarillas.

A Marito lo había conocido cinco años antes de aquella tarde, en una verdulería. Yo tenía 18 y él 53. Me había llamado mucho la atención por su aspecto de Mini Cooper o de calefón antiguo. Y porque se estaba quejando de que sus mandarinas no tenían semillas. Se retiró muy alterado, luego de haber revoleado tres mandarinas peladas, agitando los brazos y murmurando groserías. Lo alcancé a los pocos metros y le recomendé una huerta cercana donde podría encontrar todo tipo de frutas, verduras y legumbres, muy exquisitas y con las semillas bien puestas. Me miró con suspicacia y me preguntó qué hacía yo en la verdulería conociendo aquella huerta. Un poco herida por su desconfianza, le contesté que necesitaba limones de urgencia, que no se podía comer escalopes sin limón.

En esa época yo formaba parte de una murga del barrio, «Los atolondrados de Floresta», y ensayábamos en la Plaza Banderín a la vuelta de la huerta. Por eso no fue extraño que pocas semanas después me lo cruzara cuando iba para un ensayo. Lo reconocí al instante por su porte rectangular con ángulos redondeados y, a diferencia de la última vez, él se mostró muy contento de encontrarme. No tardó en hacerme saber que trabajaba, muy a su pesar, como empleado en una gran cadena de librerías, pero que soñaba con ser editor de libros. Yo le conté, a modo de chiste, que tenía unos cuántos escritos descartables y una novela terminada lista para pulir o quemar. Pero Marito se emocionó rápidamente y tuve que encargarme de contactarlo con varios escritores de verdad que estaban intentando armar un proyecto independiente para editar lo que nadie quería editar.

Con la voluntad de Marito, aquel proyecto que parecía ser un simple capricho pasajero terminó concretándose en cuestión de días. Y lo que en un principio se mostró como una casona vieja y una impresora popular, con el tiempo se fue afianzando y formalizando hasta convertirse en uno de los emprendimientos culturales más grandes la ciudad. Aunque yo no participé de la movida, Marito creyó que todo se había logrado gracias a mi, y me recompensó publicando mi única novela.

La primera tirada de 50 ejemplares fue bastante pobre, pero yo estaba feliz y atontada y regalé los cincuenta. Marito sacó una segunda edición mucho más presentable y, con el objeto de difundir la inciativa, los vendió todos. La novela tuvo una aceptación y una repercusión increíble en el ambiente y Marito creyó encontrar en mí una joya preciosa que debía proteger con su vida. No volví a recibir ninguna clase de zalamería de parte de él, a pesar de que en los siguientes dos años, tuvo que reeditar mi novela cuatro veces más, en tiradas de 500. Un best-seller independiente. Y eso fue lo mejor que escribí en mi vida.

—Dame lo que tengas, ¡y espero que sea bueno! —me reclamó Marito desde el inodoro, cinco años después de nuestro primer encuentro.

Le entregué el manuscrito (una hoja de anotador) para que lo leyera en voz alta, porque solía decir que esa era la única forma de saber si algo realmente valía la pena.

Seis

Estaba segura de que era sábado. No podían ser más de las tres de la tarde, pero tampoco menos de las doce del mediodía. Mi reloj interno me impedía despertarme un sábado antes de esa hora. Aunque tal vez fuera lunes o viernes...

El Turco estaba acurrucado como un gatito a los pies de mi cama, pero roncaba como un león. Lo pateé con ganas un par de veces pero no reaccionó, así que me fui a desayunar.

Cuando terminé mi chocolatada con vainillas, me estiré un poco, apoyé bien el trasero sobre la silla, y con las manos sobre la mesa y mi cabeza encima de ellas, observé el vaso vacío con absoluta concentración (o eso creía). Estaba segura de que no se necesitaba más que voluntad para mover cosas con la mente, volar o detener el tiempo. Mi problema solía ser que no tenía tiempo para concentrarme lo suficiente.

Y justamente en eso andaba cuando sonó el teléfono. Resulta algo difícil encontrar los objetos en perfecto orden cuando uno está acostumbrado a buscarlos donde no deberían estar. Finalmente lo localicé y atendí. Era mi editor. Entonces era sábado. Marito no me llamaba si no era sábado.

—Necesito un poema romanticón para las diecisiete.

Marito me llamaba como si yo fuera un delivery de empanadas. A veces le hacía caso y le tiraba algo, sin preocuparme por saber qué hacía con eso después, a dónde llegaba. También me llamaba para criticar mis trabajos. Bien o mal, generalmente mal. Pero al final me aceptaba, imprimía, encuadernaba, publicaba y a veces incluso vendía, todo lo que yo le pedía sin hacer ningún cambio. Marito estaba loco, pero loco de verdad, y aún así era mi amigo. Era mi amigo porque a veces quería abrazarlo una vida entera y otras veces prefería empujarlo desde una terraza hacia el vacío.

—Pero yo no escribo poemas, Maro.

—No, no, un poema necesito. Algo tuyo, bien tuyo, que se note. Antes de las cinco, de las diecisiete horas, por favor. Esto es por vos, sabés que es por vos. Un poema tuyo, bien tuyo, color celeste tirando a azul noche.

—Voy a ver qué puedo hacer, Marito —le dije sin pensar—. Sabés que encontré mi celular, así que cuando quieras llamame ahí.

—Bien, bien, muy bien, muy bien. Antes de las cinco, de las diecisiete, mandame el poema.

Eran las dos de la tarde. Tenía tres horas, el Turco dormía y el vaso seguía en su lugar.