10 diciembre 2009

Doce

Algunos días son realmente inútiles en la vida. Veinticuatro horas de inutilidad. Esos días que te despertás temprano y no te querés levantar, porque no hay nada para hacer y cualquier cosa es una tortura para tu alma. Entonces esperás o dormís hasta que la mañana queda lejos, muy, muy lejos, y el cuerpo te pesa de tanto no hacer y te das cuenta de que no te queda otra, que tenés que levantarte y vivir esa mierda de vida que dios te dio.
Son esos días en que te viene y es domingo. Y no tenía que venir un domingo, tenía que venir el miércoles pero se adelantó de repente para sacarle por un rato el sentido a tu existencia. Sabés que esto no puede quedar así, entonces te levantás valientemente de un salto para darte cuenta de que no tenés fuerzas para caminar, ni para toser, porque encima estás resfriada. Así que te vas a dar un baño de inmersión creyendo que no debe haber nada más placentero.
Te das una ducha de un minuto y medio para eliminar impurezas y luego empezás a llenar la bañadera. Pero en la mitad del asunto, el agua comienza a salir fría y a lo lejos alguien lava los platos. Un domingo. Querés pegar un grito pero entre tu afonía, tu resfrío y el correr del agua del otro lado de la casa, nadie te escucha. Te quedás así, con media bañadera tibia, un humor de mierda y el peor baño de inmersión de tu vida. Salís peor que antes.
Porque ahora vas a la heladera y está vacía. No hay leche, no hay café, no hay una porción de pizza del día anterior, ni una puta galletita. Porque mirás hacia atrás y está todo mal. Eso que estabas segura de que no te había jodido, ahora te jode como nada en la vida. Todo lo que hiciste y lo que no hiciste es motivo de arrepentimiento. Lo que te propusiste es al pedo, nunca lo vas a lograr. Por cómo sos, nunca lo vas a lograr.
Y mirás hacia adelante pero no hay nada más que una cornisa, que estás ansiosa de saltar.
Y te mirás al espejo y estás fea, inútil, vulnerable, insoportable. Ni vos te soportás. Y empezás a llorar como una nena caprichosa o como un corazón recién partido, pero no tenés ganas de llorar. Es una pelotudez llorar. Y ahí estás, llorando como una pelotuda.
Entonces viene el Turco y te dice que hay ravioles. Así que te calmás un poco.

2 comentarios:

Alan dijo...

Jajaja, qué graciosín el final después de todo lo trágico. Estoy seguro que todo lo escrito menos la oración final podría ir en cualquier cuento, relato, novela, no particularmente la tuya, pero quedó muy bien.
Ya me andaba preocupando por esta historia, menos mal que estás siguiendo :)

Polanesa dijo...

Mmm... puede ser. Buen, a no ser que el narrador sea un hombre. En ese caso quedaría un tanto extraño.