28 octubre 2009

Cinco

Todavía no eran las diez cuando me bajé del bondi, pero había oscurecido muy temprano y la noche ya se hacía demasiado extensa. Di una vuelta a la plaza para calmar mi angustia. Había perdido un trabajo y un perro el mismo día. No es que me importaran mucho, pero la noche era perfecta para angustiarse un rato y yo tenía las excusas a mano.

El Turco no había llegado todavía. El departamento era un desastre, había ropa y comida en cada rincón. Las cucarachas y las polillas se hacían un festín. Como era muy temprano y yo parecía no tener nada más en este mundo que aquel departamento, decidí limpiarlo y ordenarlo por primera vez en mi vida.

Encontré diez pesos en monedas y varios billetes de dos. Encontré cuentos que no recordaba haber escrito, y apuntes que había olvidado perder. Encontré facturas impagas, pulseras, memory cards, despertadores, gnomos y hasta un celular que creí robado. Pero, sorprendentemente, lo que más había eran chapitas de cerveza y colillas de cigarrillo.

Encendí la tele para estar atenta al partido de Boca mientras limpiaba. Había pocas cosas más satisfactorias que gritar los goles en contra al vecino bostero del C. El viejo era un hijo de puta, andaba siempre malhumorado cargándole la culpa a la gente de que él fuera paralítico. Y yo lo tenía viviendo al lado. Un sólo ascensor había en el edificio y él bajaba solo, aún habiendo espacio para más.

El año anterior había descubierto su debilidad. El Turco se juntó en casa con varios amigos para ver el Superclásico. Boca ganaba 1 a 0 y el grito de gol del rodado había retumbado en todo Floresta. Uno de los amigos del Turco era gallina y no se lo tomó muy bien. Así que cuando River le dio vuelta el partido, se lo hizo saber.

A la mañana siguiente, llamé al ascensor y me senté en las escaleras a esperar que salga el viejo. Siempre salía al mismo tiempo que yo, sólo para molestar, ya que no tenía a dónde ir. Su deporte era pasear en ascensor por los seis pisos del edificio. Pero esa mañana no salió. Me lo crucé por casualidad esa misma tarde mientras sacaba la basura. Su actitud continuaba siendo asquerosa y desagradable, pero en su mirada esquiva podía verse el dolor de su alma resquebrajada. Ese día comenzó la guerra.

Tres horas me llevó limpiar el living y un poco de la cocina. Terminé exhausta y sin poder descargarme (Boca le ganó con un gol al Cienciano), así que me fui a dormir.

A las cinco de la mañana apareció el Turco, llevándose la puerta de mi habitación por delante y sosteniéndose de la puerta del placard. Me cagué tanto que agarré automáticamente el velador, como si fuera a asustar a alguien con eso.

—Nena... tuve una pesadilla... ¿puedo dormir con vos?

El velador aterrizó directo en su cara y yo me volví a dormir.

27 octubre 2009

Cuatro

La tormenta había cesado, pero las calles seguían algo inundadas y el viento formaba suaves olas que, al reflejar la luz de la luna, provocaban mágicos destellos luminosos.

Mientras caminaba hacia la parada del colectivo, sentí que un perro me seguía. Me frené a mitad de cuadra para encender un cigarrillo y, efectivamente, un perro se frenó junto a mí. Doblé mal por una esquina y cuando volví sobre mis pasos, también el perro lo hizo. No tenía aspecto de ser un perro callejero, parecía limpio y cuidado, aunque tal vez fuera un efecto de la luz.

La parada estaba sobre una ancha avenida un poco mejor iluminada que el resto del barrio. Me apoyé sobre el poste del 53. El perro se sentó frente a mí. Quería decirme algo, estaba segura de eso. Tal vez supiera dónde se encontraba George Lucas. Tal vez estuviera dándome su pésame.

De golpe, se paró en sus cuatro patas, dio media vuelta y, volviendo la cabeza hacia atrás, continuó en dirección contraria al inexistente tránsito. Comencé a seguirlo, pero a los pocos metros vi que se acercaba el 53. Estiré mi brazo dudoso para pedirle que pare, mientras decidía qué hacer.

Finalmente, me subí al colectivo y observé desde allí la triste expresión del perro mientras me alejaba. Me sentí una mierda de ser humano.

22 octubre 2009

Tres

Sin agua para el mate, la heladera vacía, mi estómago rugiendo, decidí buscar al único que podía salvarme de esa situación.

Papá estaba nuevamente sentado a la cabecera de la mesa del living, improvisando una chacarera psicodélica. Alrededor, Tadeo, Maca, Bruno y Virginia, recitaban una letra inventada en el momento, una estrofa cada uno. "Tengo muchas ganas de hacer pipí, pero está muy oscuro", cantaba Brunito.

Seguí de largo, subí las escaleras y me dirigí al cuarto de Tomás. Golpeé la puerta.

—¡¿Qué?! —respondió una voz aguda.

—Soy yo.

Tomás salió a darme un abrazo, cerrando la puerta detrás de sí. Ni a mí me dejaba entrar.

—¿Tenés algo para comer ahí adentro? Estoy famélica.

—Esperá —dijo sin dudar, y se metió de nuevo en su cuarto cerrando la puerta. Lo hacía tan rápidamente que era imposible llegar a ver nada.

Salió un minuto después con una caja de pizza y una botella de gaseosa. Siempre sospeché que se había creado una cocina en su habitación (al menos era muy probable que tuviera una heladera y un microondas). Además sabía que su ventana daba a un pasillo y un paredón que separaba la casa de la de los vecinos. El pasillo, hacia la derecha, terminaba en un patio cerrado que llegaba hasta la entrada de la casa, pero no tenía salida. Hacia la izquierda, una puerta tapiada impedía el acceso al galpón, aunque era muy probable que Tomás hubiera encontrado como pasarla.

Nos sentamos en las escaleras y me dediqué a devorar la pizza. Tomás me miraba reflexivo.

—¿Qué pasó con George Lucas? —le pregunté antes de que comenzara con algún cuestionamiento extraño. George Lucas era un perro pulgoso que la familia tenía desde hacía más años de los que yo pudiera recordar. Me sorprendió no haberlo visto aullando junto a la orquesta de la planta baja.

—Lo secuestraron el mes pasado y nunca lo devolvieron. Le pidieron a papá un rescate de 70 pesos, pero cuando fue a buscarlo pensando en cagarlos a trompadas, no encontró a nadie. Capaz que se escapó o se murió en el camino...

—Mierda...

Era muy bizarro, pero todo lo que ocurría en ese barrio solía serlo. Me puso un poco triste la noticia. Nunca había sentido verdadero cariño por George Lucas, pero me había acostumbrado a su presencia.

—Llegué de la escuela y había un tipo un poco más chico que vos diciendo que era hijo de papá y de una tal Silvia, ¿la conocés?

—Sí... —cómo olvidarla.

—Bueno, le decía que hacía muchos años que quería conocerlo, pero cuando le preguntaban cosas dudaba un poco. Cuando le dijo que Silvia había muerto papá lo echó de la casa; nadie se dio cuenta de que se llevó al perro.

—¿Vos lo viste?

—Más vale —dijo como si fuera obvio.

—Qué turro.

El murmullo armonioso que provenía de abajo se transformó en una catástrofe ensordecedora. Papá había dejado los instrumentos en manos de Brunito.

—Bueno, querido, me voy a mi casa —dije mientras me estiraba, después de terminar la última porción de pizza —. Millones de gracias por la cena.

—Son catorce pesos —y me extendió la mano el atorrante. Lo miré con mi mejor expresión de desprecio —. Bueno, los pongo en tu cuenta.

Me despedí menos afectivamente que al comienzo y bajé las escaleras.

Bruno, radiante de felicidad, hacía sonar la campana mientras golpeaba ferozmente la pava con la bombilla. Maca intentaba calmarlo y lo retaba severamente. Tadeo y mis viejos se pasaban un porro de mano en mano, echados en tres fiacas. La ausencia de George Lucas era notable. Agarré unas monedas del platito de los vueltos y me fui sin que nadie lo notara.

19 octubre 2009

Dos

A las seis menos diez se largó la tormenta. Guardé los volantes que me quedaban y me fui a dar una vuelta en rollers bajo la lluvia. Me caí unas siete veces, por lo que cuando llegué al estudio estaba completamente empapada y sangrando varias partes del cuerpo.

—Renuncio.

El pseudo abogado me miró fijamente a través de sus anteojos sucios y torcidos. Luego se los quitó, los limpió un poco y los devolvió a su lugar. Seguían estando torcidos.

—No voy a pagarte el día de hoy.

—Está bien, puedo venir otro día.

Me fui antes de que pudiera decirme nada. Sabía que no iría a pagarme nunca, pero me tranquilizaba la consciencia imaginar su nerviosismo al no poder contestarme.
Continué patinando por el asfalto como si no hubiera tránsito. Los conductores no parecían muy felices, pero la lluvia me amparaba de los insultos. Bendita lluvia.

El barrio de mis padres solía inundarse frecuente y abundantemente. Antes de llegar a su casa, me saqué los rollers y las medias y crucé el arroyo. Al subir los escalones de la entrada, Virginia (mi señora madre) abrió la puerta y tocó el timbre. Se detuvo unos dos segundos antes de hacer un gesto negativo con la cabeza y me invitó a pasar mientras se llevaba el dedo índice a los labios, señalándome que si llegaba a hacer cualquier tipo de ruido, me echarían y desheredarían al instante. Mi viejo estaba sentado en la mesa frente a varias copas de diferentes tamaños llenas de agua, una botella y una pequeña campana. Le faltaba el LA. A papá siempre, siempre le faltaba el LA. Entonces la familia entera daba vuelta toda la casa en busca de la nota perdida, excepto Tomás.

Tomás tenía trece años y ya se avergonzaba de su familia. Sus dotes musicales eran inexistentes y eso lo hacía contrastar mucho con el resto de la prole. Durante el poco tiempo que pasaba en su casa, se encerraba en su habitación y nadie sabía con exactitud qué era lo que hacía allí dentro. Hemos pasado varios asados conjeturando horas enteras sobre lo que podría estar armando el pequeño Tom en su habitación. Sin embargo, yo lo entendía a mi hermano. Hacía diez años había pasado por su misma situación, y eso me llevó a irme de casa al poco tiempo. Comencé a valorar las visitas esporádicas (bien esporádicas) muchos años después.

Revisé algunas habitaciones buscando ropa para cambiarme y me fui a duchar. Cuando salí, todos seguían buscando el maldito LA. Bruno no tenía idea de lo que era, entonces lo buscaba debajo de la alfombra y encima de cada estante. Maca, en cambio, era muy cautelosa; lo buscaba sólo donde podía asegurar que existieran reales probabilidades de que se encuentre. Pero a Tadeo lo ponía tan nervioso no encontrarlo, que no tenía tiempo de buscarlo.

Esquivando locos me dirigí a la cocina para preparar unos mates. Cuando iba a sacar el mate de la alacena, una araña bajó pendiendo de un hilo a un centímetro de mi cara y tiré todo a la mierda, incluída yo. La bombilla cayó de punta en el pico de la pava y antes de darme cuenta tenía cinco espectadores relucientes. Sin querer había encontra el LA.

17 octubre 2009

Uno

Faltaba la lluvia. Ni más ni menos. Estaba a un chaparrón de acabar con aquella desgracia. Pero la pesadez era tanta que ni los nubarrones tenían aspecto de querer estrujarse.
La ropa se me pegaba al cuerpo y tenía los pies hinchados, por lo que me quité los rollers y los dejé a la vista. Tal vez haya sido una buena estrategia, la gente parecía más dispuesta a aceptar mis volantes. Los entregaba de a pilas, ya se hacía imposible despegarlos.

El laburo aquel por tortuoso, decadente, patético, explotador, mal remunerado, estresante... en fin, por poco aconsejable que fuera ese laburo, tenía su encanto. Más que encanto, le encontré la vuelta. Estar en permanente no-contacto con la gente sin voz y sin historia era un detonante perfecto para la imaginación. Y yo andaba floja de ideas.
Alguien me tomó del hombro.

—¿Quiere una alpargata, chica? —me dijo un tipo con un acento entre cubano y cordobés.

—Gracias, pero me gusta andar en patas.

Fue una negativa lo suficientemente cordial como para que no sintiera la necesidad de insultarme por lo bajo. Pero los vendedores ambulantes son muy sensibles.

Entregué el último piloncito que me quedaba a mano a un muchacho que pasó rápidamente, agarré los rollers y el bolso y me metí en el kiosco-bar de en frente para descansar un rato.

Estaba lleno de gente. Miru me hizo un gesto como diciendo "agarrá lo que quieras, yo tengo para rato". Saqué un porrón de la heladera y me senté en la primera mesa, mientras Matías ya me alcanzaba un plato con maní y papas fritas. Un amor.

—¿No vas a comer nada? —me preguntó mientras le pasaba un trapo a la mesa.

—No, gracias, estoy a dieta.

Se sentó en una silla libre frente a mí y nos quedamos viendo el noticiero que en ese momento estaba pasando un detallado informe sobre una anciana de 84 años que andaba en moto. Venía de Pehuajó y paró en la ciudad para comprar unos repuestos, pero algún copado filtró la información y ahora, pobre vieja, tenía tres canales de noticias con todo el tiempo del mundo para preguntarle boludeces. Cuando finalizó y pasaron al corte publicitario, Matías y yo nos miramos y observamos mutuamente nuestra expresión de imbecilidad. Cambiamos de tema urgentemente.

Matías es sumamente tímido y se viste muy mal. Eso me encanta. Además tiene una voz tranquila y rasposa que no combina con su apariencia. Eso lo hace más misterioso aún. De todas formas, Matías es el hermano menor de Miru, y Miru es mi mejor amiga. Ambos se estaban haciendo cargo del local desde hacía tres años, mientras su viejo pataleaba con la muerte en un hospital. Yo creo que si el padre hubiera muerto ya habrían abandonado el negocio hace rato. Pero ahí seguían, creyendo que su sacrificio servía de algo.

Matías es como un analgésico. Tan sólo un "buen día" suyo logra aliviarte cualquier tensión. Con Miru pasa exactamente lo contrario.

—¡Chau, chau, chau! —Miru empujaba a su hermano de la silla mientras agarraba un puñado de maní. Matías se fue, resignado, a cubrirla en el kiosco.

—¿Quién era ese bomboncito con el que hablabas? —me preguntó ansiosa mientras agarraba otro puñado de maníes.

—¿Tu hermano?

—No, tarada... —me clavó esa mirada atemorizante que cada tanto aparecía cuando le tiraba una indirecta sobre Mati. Aunque no pareciera, Miru lo cuidaba mucho.

Y la conversación siguió sin más información relevante.