19 octubre 2009

Dos

A las seis menos diez se largó la tormenta. Guardé los volantes que me quedaban y me fui a dar una vuelta en rollers bajo la lluvia. Me caí unas siete veces, por lo que cuando llegué al estudio estaba completamente empapada y sangrando varias partes del cuerpo.

—Renuncio.

El pseudo abogado me miró fijamente a través de sus anteojos sucios y torcidos. Luego se los quitó, los limpió un poco y los devolvió a su lugar. Seguían estando torcidos.

—No voy a pagarte el día de hoy.

—Está bien, puedo venir otro día.

Me fui antes de que pudiera decirme nada. Sabía que no iría a pagarme nunca, pero me tranquilizaba la consciencia imaginar su nerviosismo al no poder contestarme.
Continué patinando por el asfalto como si no hubiera tránsito. Los conductores no parecían muy felices, pero la lluvia me amparaba de los insultos. Bendita lluvia.

El barrio de mis padres solía inundarse frecuente y abundantemente. Antes de llegar a su casa, me saqué los rollers y las medias y crucé el arroyo. Al subir los escalones de la entrada, Virginia (mi señora madre) abrió la puerta y tocó el timbre. Se detuvo unos dos segundos antes de hacer un gesto negativo con la cabeza y me invitó a pasar mientras se llevaba el dedo índice a los labios, señalándome que si llegaba a hacer cualquier tipo de ruido, me echarían y desheredarían al instante. Mi viejo estaba sentado en la mesa frente a varias copas de diferentes tamaños llenas de agua, una botella y una pequeña campana. Le faltaba el LA. A papá siempre, siempre le faltaba el LA. Entonces la familia entera daba vuelta toda la casa en busca de la nota perdida, excepto Tomás.

Tomás tenía trece años y ya se avergonzaba de su familia. Sus dotes musicales eran inexistentes y eso lo hacía contrastar mucho con el resto de la prole. Durante el poco tiempo que pasaba en su casa, se encerraba en su habitación y nadie sabía con exactitud qué era lo que hacía allí dentro. Hemos pasado varios asados conjeturando horas enteras sobre lo que podría estar armando el pequeño Tom en su habitación. Sin embargo, yo lo entendía a mi hermano. Hacía diez años había pasado por su misma situación, y eso me llevó a irme de casa al poco tiempo. Comencé a valorar las visitas esporádicas (bien esporádicas) muchos años después.

Revisé algunas habitaciones buscando ropa para cambiarme y me fui a duchar. Cuando salí, todos seguían buscando el maldito LA. Bruno no tenía idea de lo que era, entonces lo buscaba debajo de la alfombra y encima de cada estante. Maca, en cambio, era muy cautelosa; lo buscaba sólo donde podía asegurar que existieran reales probabilidades de que se encuentre. Pero a Tadeo lo ponía tan nervioso no encontrarlo, que no tenía tiempo de buscarlo.

Esquivando locos me dirigí a la cocina para preparar unos mates. Cuando iba a sacar el mate de la alacena, una araña bajó pendiendo de un hilo a un centímetro de mi cara y tiré todo a la mierda, incluída yo. La bombilla cayó de punta en el pico de la pava y antes de darme cuenta tenía cinco espectadores relucientes. Sin querer había encontra el LA.

3 comentarios:

Polanesa dijo...

Bu!

| leandro | dijo...

Muy bueno, me intriga mucho y tengo ganas de seguir leyendo (que no es poco). Genial lo del LA.
Me gusta la idea además. Te confieso que yo había tenido una ocurrencia similar con un amigo para abrir un blog y empezar una historia: una semana escribía el, la otra yo e ir viendo que salía. Pero tampoco prosperó.
Apoyo la moción y ojala, aunque tal vez con intervalos completamente azarosos, continúe la iniciativa.

Saludos!

Manolo Palomino dijo...

se pone bueno, sobre todo que cada vez entiendo menos... y eso, es paja!!