24 diciembre 2010

Veintitrés

Hacía mucho que no pasaba tanto tiempo hablando estupideces con Miru. Por suerte nos olvidamos rápidamente de Nico y pudimos ponernos al tanto de todos nuestros problemas existenciales, tomar una inmensa cantidad de mates lavados, tocar la guitarra y cantar hasta que un vecino venga a quejarse, y luego seguir tocando y cantando.
Miru tiene una voz hermosa y una increíble capacidad para improvisar rimas absurdas sobre la marcha. Yo, en cambio, tuve que poner mis manos al día, porque hacía varios meses que no tocaba una guitarra.

Recordamos algunas terribles canciones que habíamos escrito diez años atrás, cuando quisimos formar una banda con Mati, Lucas y una chica que no podíamos recordar su nombre, pero que finalmente abandonó el proyecto cuando sus católicos padres se enteraron de sus intenciones. Yo también intentaba mantenerlo en secreto, pero no porque mis viejos no me dejaran, sino porque se hubieran puesto demasiado orgullosos de mí. Y, en esa época, eso me hubiera avergonzado lo suficiente como para olvidarme de mi propio sueño de ser una estrella de rock.
Ensayábamos en la terraza de la casa de Miru y, cada tanto, tocábamos en la fiesta de algún conocido. Pero dos años después no tuvimos más remedio que separarnos, cuando yo me fui de mi casa, Mati se puso de novio y Lucas empezó la facultad.

Recordamos todo esto con Miru, y ambas coincidimos en que fue ahí, justo en ese terrible momento en que nos dimos cuenta de que se había disuelto definitivamente la banda, cuando comenzó el precoz final de nuestra adolescencia.
Miru no terminó el último año de la secundaria para ayudar a su viejo en el bar. Ya sin ninguna banda que apoye su increíble voz, se dedicó enteramente a la rutina y llegar a fin de mes. Matías cargó con el peso de ser la única esperanza de la familia, la última ilusión. Hizo bien su papel: siguió las reglas, cumplió sus obligaciones, jamás se quejó, se casó a los 13 y, en el tiempo pactado, comenzó la carrera de Abogacía (la cual, gracias al cielo, no terminó). Yo me fui de mi casa en busca de una identidad y terminé buscando restos de comida entre la basura, hasta que, casi sin querer, descubrí que tenía una abuela.

Ya no había tiempo ni espacio para soñar, debíamos hacernos cargo de nuestras responsabilidades o de nuestra decisión de seguir la receta al pie de la letra.

—Ocho años pasaron, ¿podés creerlo? —se asombraba Miru.

—Ocho años... ¿Y qué aprendimos? Un carajo. Éramos más sabias de pendejas, cuando éramos realmente libres.

—A esa edad en lo único que pensábamos era en ser más grandes para ser más libres...

—¡Qué ilusas!

—Pero, Anabella, vos siempre fuiste libre, siempre hiciste lo que quisiste. Te fuiste de tu casa a los quince años, te ganaste la vida sola, trabajando de lo que se te cantaba el culo en cualquier momento, te piraste a la mierda cada vez que se te cruzó por la cabeza... Sos y siempre fuiste (si dejamos de lado este último tiempo) vos misma, no lo que nadie te pedía que fueras.

—Es que me la pasé escapando de todo, no sé atarme a nada, por eso siempre termino alejándome de la gente que quiero.

—Ese es el precio que se paga por ser diferente. Uno elige ser libre o mantenerse prisionero junto al resto de la sociedad. Pero vos no naciste para somerterte a nada ni nadie, y eso es algo admirable. Aunque, sí, es lógico que a veces te sientas sola.

—¿Pero de qué sirve la libertad en soledad?

—Vos no estás realmente sola, Ana, apenas estás algo perdida. No sé si alguna vez escuchaste la historia del peregrino que atravesó cien puertas buscando su libertad... bueno, y recién cuando atravesó la última se dio cuenta de que se encontraba en el fondo del calabozo.

—¿Estuviste leyendo a Paulo Coelho otra vez? ¡Sé sincera!

—No, en realidad me lo acabo de inventar, pero se entiende la idea, ¿no?