01 noviembre 2009

Siete

A las cuatro estaba en la puerta de la casa de Marito. Vivía en un PH en Flores y tenía un patio lleno de conejos. Como cincuenta o sesenta conejos miraban desafiantes a cualquier forastero y también a los propios inquilinos. Subiendo unas escaleras junto al patio, estaba lo que él llamaba su oficina. No era mucho más que un baño en desuso bien decorado.

El piso estaba alfombrado con varias frazadas naranjas y azules. Los azulejos de las paredes estaban recubiertos casi en su totalidad de notitas autoadhesivas amarillas que bailaban graciosamente, culpa del viento que se filtraba a través de una pequeña ventiluz. La bañadera estaba oculta bajo una gruesa madera sobre la cual se apilaban decenas de cajas con las más diversas inscripciones. Pero esto sólo se notaba cuando Marito abría la cortina. Una mesa de piedra muy rústica decorada con caracoles y pedazos de azulejos separaba, a modo de escritorio, el inodoro del bidet. Sobre aquella no había más que un calendario y una buena cantidad de tacos de notas autoadhesivas amarillas.

A Marito lo había conocido cinco años antes de aquella tarde, en una verdulería. Yo tenía 18 y él 53. Me había llamado mucho la atención por su aspecto de Mini Cooper o de calefón antiguo. Y porque se estaba quejando de que sus mandarinas no tenían semillas. Se retiró muy alterado, luego de haber revoleado tres mandarinas peladas, agitando los brazos y murmurando groserías. Lo alcancé a los pocos metros y le recomendé una huerta cercana donde podría encontrar todo tipo de frutas, verduras y legumbres, muy exquisitas y con las semillas bien puestas. Me miró con suspicacia y me preguntó qué hacía yo en la verdulería conociendo aquella huerta. Un poco herida por su desconfianza, le contesté que necesitaba limones de urgencia, que no se podía comer escalopes sin limón.

En esa época yo formaba parte de una murga del barrio, «Los atolondrados de Floresta», y ensayábamos en la Plaza Banderín a la vuelta de la huerta. Por eso no fue extraño que pocas semanas después me lo cruzara cuando iba para un ensayo. Lo reconocí al instante por su porte rectangular con ángulos redondeados y, a diferencia de la última vez, él se mostró muy contento de encontrarme. No tardó en hacerme saber que trabajaba, muy a su pesar, como empleado en una gran cadena de librerías, pero que soñaba con ser editor de libros. Yo le conté, a modo de chiste, que tenía unos cuántos escritos descartables y una novela terminada lista para pulir o quemar. Pero Marito se emocionó rápidamente y tuve que encargarme de contactarlo con varios escritores de verdad que estaban intentando armar un proyecto independiente para editar lo que nadie quería editar.

Con la voluntad de Marito, aquel proyecto que parecía ser un simple capricho pasajero terminó concretándose en cuestión de días. Y lo que en un principio se mostró como una casona vieja y una impresora popular, con el tiempo se fue afianzando y formalizando hasta convertirse en uno de los emprendimientos culturales más grandes la ciudad. Aunque yo no participé de la movida, Marito creyó que todo se había logrado gracias a mi, y me recompensó publicando mi única novela.

La primera tirada de 50 ejemplares fue bastante pobre, pero yo estaba feliz y atontada y regalé los cincuenta. Marito sacó una segunda edición mucho más presentable y, con el objeto de difundir la inciativa, los vendió todos. La novela tuvo una aceptación y una repercusión increíble en el ambiente y Marito creyó encontrar en mí una joya preciosa que debía proteger con su vida. No volví a recibir ninguna clase de zalamería de parte de él, a pesar de que en los siguientes dos años, tuvo que reeditar mi novela cuatro veces más, en tiradas de 500. Un best-seller independiente. Y eso fue lo mejor que escribí en mi vida.

—Dame lo que tengas, ¡y espero que sea bueno! —me reclamó Marito desde el inodoro, cinco años después de nuestro primer encuentro.

Le entregué el manuscrito (una hoja de anotador) para que lo leyera en voz alta, porque solía decir que esa era la única forma de saber si algo realmente valía la pena.

2 comentarios:

Polanesa dijo...

Y yo todavía no sé cómo se llama la protagonista.

Alan dijo...

Jajajajaja, es verdad, ni me di cuenta. Pero yo te sigo leyendo, me gustó mucho esta descripción de Marito y su protegida.