18 julio 2011

Veintiocho

Mientras el Turco no paraba de preguntarme cómo era eso de que me iba mañana, yo no podía dejar de pensar en el viejo. Y ahora ya no era sólo la incredulidad de su fuga, sino su relación con mi abuela.

Me fui a la cama sin ganas, no tenía ni un poco de sueño, pero prefería tener al Turco alejado. Me puse a recordar en todas las ocasiones en que los vi juntos al viejo y mi abuela. No eran muchas. Y sí, solía ser amable con ella, aunque no de una forma que llamara mucho la atención por lo visto. No existía en mi cabeza evidencia alguna de que hubiera pasado algo entre ellos. Pero, ¿por qué tenía una foto de mi abuela en el aparador? ¿Habría estado enamorado de ella en secreto? Pero, entonces, ¿por qué en el aparador a la vista de cualquiera? Tampoco era de tener muchas visitas. De hecho, no tenía visitas. Nunca. Tal vez por eso no le importaba tenerla a la vista. Podría tener un busto de ella en la cocina que nadie lo notaría. Pero no dejaba de ser extraño. Era tarde y al día siguiente me iría no sabía hacia dónde. Pero no dejaba de ser extraño.

Entonces creí escuchar algo. Entonces estuve segura de escuchar algo. Me levanté de la cama y fui hasta la puerta de entrada. Acerqué el oído. Acerqué el oído un poco más. Y otro poco más. Y más y más. Pero nada. Así que abrí la puerta de golpe, y ahí estaba Néstor Iribarne, el viejo. Tenía puesto un gorro de lana negro y unas zapatillas deportivas. Suspiré largamente y fui a abrazarlo. Le pregunté dónde había estado, pero su mecedora comenzó a moverse frenéticamente y no pude más que dejarme arrastrar hacia atrás, hasta chocar contra mi propio colchón.

En ese momento el sol estaba muy arriba, pero preferí seguir durmiendo.

Veintisiete

Pero antes de mañana pasaron cosas.

Cuando llegué a casa, el Turco me estaba esperando en el pasillo del piso. La puerta del vecino estaba abierta y se escuchaba que adentro había gente. Le pregunté al Turco qué pasaba.

—Parece que desapareció el viejo.

—¿Desapareció?

—Está prófugo —y esto me lo dijo con exagerada intención, esperando mi reacción.

—¿Prófugo? —mi reacción fue la esperada—, ¿cómo puede estar prófugo un viejo de mil años en silla de ruedas? ¿Prófugo de qué?

—No sé, nadie habla mucho acá.

Sonó el teléfono de casa, así que el Turco entró a atender. Yo me quedé en el pasillo pispeando un poco, tratando de escuchar algo. Al rato se me acercó un policía y me dijo algo, pero no lo oí. Focalicé toda mi energía en tratar de entenderlo. Se me hacía muy difícil.

—¿Conocía al señor Iribarne?

Ahí está. Claro que lo conocía. Era mi mejor pesadilla.

—¿Conocía al señor Néstor Iribarne? —repitió el policía.

Sí, sí. Aunque conocer conocer, bueno, no. Pero siempre fuimos vecinos.

—¿Me escucha? ¿Habla español? ¿Tiene algún problema?

En eso volvió el Turco.

—Disculpe, es que no habla con policías.

—¿Perdón?

El Turco se lo llevó al rincón más alejado (que estaba ahí nomás) y le dijo algo en voz baja. Yo me metí en el departamento y cerré la puerta.

El viejo prófugo. Era algo que no me entraba en la cabeza. Siempre estaba de mal humor, pero de ahí a tener una razón para fugarse... Era muy loco todo. Y yo que me estaba yendo justo cuando el asunto se volvía interesante.

—Tienen que hacerte algunas preguntas —me dijo el Turco cuando volvió.

—No.

—Sí.

—No.

—¡Ana!

—¿Qué?

—No seas infantil.

Puse cara de niña ofendida.

—Yo hago de intermediario.

Puse cara de niña feliz.

Entonces yo lo miraba al Turco, el Turco miraba al policía, el policía me hacía preguntas, yo le respondía en el oído al Turco y el Turco traducía en voz alta y clara. A nadie le hacía gracia, sólo a mí.

—¿Cuándo lo vio por última vez?

El Turco acercó su oreja, pero yo no dije nada. El Turco me miró, pero yo estaba pendiente de otra cosa. Me acerqué a la puerta vecina, casi entrando. Desde adentro me gritaron algo, pero yo estaba absorta mirando el aparador del living del viejo, donde había una foto enmarcada de mi abuela.