11 enero 2010

Diecisiete

Estaba muy confundida en el viaje a casa. O no sabía muy bien en qué pensar. O cómo hacerlo. Uno de esos momentos en los que la propia existencia resulta tan insignificante, tan poca cosa, que no puede asegurarse qué se es, qué se hace, qué se quiere.

El colectivero estaba muy apurado. No se detenía en la mayoría de las paradas, cada tanto cruzaba un semáforo en rojo, y parecía estar probando hasta dónde bajaba el acelerador. En una de sus infrecuentes detenciones se subió una nena de unos trece años pidiendo un boleto de noventa centavos. El chofer le preguntó hasta dónde iba y comenzaron una discusión en la que el colectivero le aseguraba que se había subido una parada antes de la debida para el boleto mínimo, y la nena respondía asustada que no tenía más de noventa centavos. Para cuando se calmaron, la nena ya había llegado a su destino y se bajó sin pagar. Esto puso aún más nervioso al chofer, quien comenzó a zigzaguear, esquivando autos como si estuviera jugando al Road Fighter en el Family Game.


Miré a mi alrededor; nadie notaba nada. Ene, ene, ene. Cada uno se encontraba inmerso en sus cuestiones, sin preocuparse por nada más, creyendo que estaban a salvo por haber dejado sus vidas en manos de un trabajador del transporte. Siempre creí que moriría en un accidente de tránsito, en un colectivo. Ya había pasado por situaciones similares: los conductores de la ciudad están locos, y los tacheros y colectiveros no se mantienen al margen. Las calles porteñas lo vuelven loco a uno. Porque los peatones también lo están, quizá más que los conductores. Más peligrosos que aquellos. La diferencia está en que los peatones son peligrosos para sí mismos: son suicidas en potencia. Los choferes, en cambio, son peligrosos para los demás: son asesinos con licencia que corren con sus armas apuntando a la multitud. La multitud que se entrega a ellos, confiadamente, probando la eficacia de sus ángeles guardianes y escudos de felpa.

Sí, siempre creí que moriría en un colectivo. Tal vez hoy fuera el día, aquella vez. La esperé consciente de mi espera. Aceptando la irreversibilidad de la visita. Sólo era una suicida más en la ciudad, pero sabiendo que lo era. ¿Serviría de algo? Si yo muriera en ese 5, ¿tomaría alguien consciencia del significado de mi muerte, el cual no tendría nada que ver con mi persona, sino con las probabilidades que tenía de morir? Seguramente no. Seguramente sería contabilizada como una víctima más en un accidente de tránsito de lo más usual.

Accidente. Qué mentira. De esos ya no quedan.

Llegué a mi parada, intacta.

En fin.

Otra vez será.

Dieciséis

Dos horas después estaba tocando el timbre de la casa de Miru, pero nadie respondía. Quise llamarla al celular cuando me di cuenta de que no lo tenía. El boludito me lo había afanado sin que yo me diera cuenta. Pero la Luli estaba conmigo y eso era lo importante.

Decidí pasar por lo de Jony en busca de la pequeña venganza que me esperaría al volver a casa, cuidando de no cruzarme con ningún otro maleante por el camino. Era 30 de Noviembre. Como se acercaban las fiestas, Jony estaba hasta las manos con el laburo pirotécnico, así que era el momento oportuno para manguearle una miserable bengala de humo.

Al alejarme del local de Jony, mientras cruzaba la calle en busca de una parada de colectivo familiar, me fijé en una señora, anciana ya, seguramente habría pasado la octava década, sentada en un banco de la plaza. Estaba sentada bien erguida, con las piernas muy juntas y ambas manos entre las rodillas. Su rostro me resultaba muy familiar. Pero lo que me llamó la atención fue su expresión. Tenía la mirada cansada, pero aún así alegre. Sonreía. Toda su postura decía que esperaba algo o a alguien, pero constantemente observaba satisfecha a la gente que se acumulaba en un rincón u otro de la plaza. No dudé en sacarle una foto, aunque me arrepentí un poco de no haber utilizado un rollo a color.

La anciana volvió su mirada hacia mí una milésima de segundo antes de que yo disparase. Me asusté al pensar que quizás se hubiera arruinado la foto al darse cuenta de que la estaban retratando. Pero cuando volví a mirarla sin ningún lente de por medio, ella seguía con su misma pasividad y alegría. Me acerqué y me senté a su lado.

—Discúlpeme... —¿Cómo expresar lo que viste con palabras?—. Era la foto perfecta. —No hay forma, no hay forma.

—No te disculpes, lo tomo como un halago —me sonrió la anciana incluso con la mirada—, aunque, si puedo ser curiosa, me gustaría ver cómo resultó.

—Bueno, es una cámara un poco antigua —respondí incómoda—, tengo que terminar el rollo y revelarlo.

—¡Ah! ¡Una cámara a rollo! Es de las mías, creí que ya no existían.

—Sí, son algo inusuales... las de ahora son bastante más prácticas.

—Hacen todo por uno, ¿no?

—Si...

La anciana retomó su estado de observación. Quería decirle algo, preguntarle algo, pero no sabía qué. Simplemente me quedé a su lado, observando yo también a la gente que se reunía en la plaza.

—¿Sabés? —comenzó la anciana unos pocos minutos después, sin dejar de mirar a la multitud—, he oído muchísimas veces la siguiente afirmación: "pretender culpabilizar a todos es no culpar a nadie". Es una frase interesante, pareciera tener mucho sentido y seguramente me sentiría muy inteligente al pronunciarla. Sin embargo, no puedo hacerlo. No tiene sentido que la diga yo. Que la diga alguien que se dedique a analizar las cosas, con teorías, con palabras, con supuestos. Pero que no lo diga alguien que vive con el sólo propósito de encontrar una justicia. Pedir castigo para todos sería una locura. Pero imagina a cada uno del montón, sin excepción alguna, cumpliendo la condena que le corresponde por su negligencia como ciudadano, como hermano, como padre. Sería maravilloso. Utópico. Tal vez.

»Sin embargo, cuando uno dedica su vida a buscar una justicia que pareciera tratarse de una leyenda, la imaginación no tiene límites. El pesimismo es un chiste muy inocente. La imposibilidad es un espejismo fácilmente detectable. La perseverancia es el caballo que nos lleva al galope hacia los paisajes más hermosos. Nos dicen que somos seres infantiles, inocentes, que desperdiciamos nuestro tiempo por una causa perdida. ¡Imaginate a mi edad! Nos reímos de ellos. Desperdician su vida en un mundo que no los convence, en un sistema que los oprime, en un ambiente que no los apasiona y, a veces incluso, acompañados de alguien que no aman. Que nadie intente ser feliz no significa que la felicidad haya desaparecido.

Yo no conocí muchas personas mayores a lo largo de mi vida. Mi abuela, el viejo de al lado y no mucho más. Pero esta señora no parecía una típica señora mayor. No hablaba como tal, no miraba como tal. Por lo menos, no como ninguna que yo hubiera conocido.

Anochecía y la plaza estaba cada vez más repleta, se volvía cada vez más pequeña e insuficiente. La señora comenzó a despedirse diciendo que tenía un largo viaje por delante. Creí que se tomaría el tren, pero entonces sacó un casco de debajo del asiento y se incorporó enérgicamente. Sabía que me resultaba familiar. Era la anciana de la moto que había salido en el noticiero hacía tres días y quince capítulos.

Quince

—¿Mi cámara? No... ¿no te interesa alguna otra cosa?

En el camino hacia el barrio de Miru, un flaquito matoncito todo frágil me arrinconó en una calle desierta y, nada amablemente, me pidió la cámara a cambio de terminar el día con vida.

—No te hagá la gila, dame la cámara, la plata, dame todo o te corto.

El tipito me apuntaba con una trincheta y se movía de un lado a otro como si el aire le diera corriente. Su expresión tenía la característica de producir aburrimiento.

—Emm... hagamos una cosa, ponele que vos ya me robaste la cámara, ¿no? Entonces ahora vas a venderla, porque si no al pedo la vas a tener, no sabés ni cómo se usa. Bueno, yo te la compro.

—¿Eh?

—Claro, hacé de cuenta que ya me la afanaste. Es tuya, te la quiero comprar.

—¿A cuánto?

—Decime vos.

—Cinco mil dólare.

—A ver... —dije revisando mis bolsillos—. Mirá, acá tengo dos con cuarenta y cinco, capaz que en casa tengo más...

—¿Qué queré jugá, pendejita? ¿Te hacé la gila conmigo? Te voy a cortá toda, no sabé quién soy yo.

A todo esto el flaco me tenía con un bracito contra la pared y con el otro amagaba a tajearme el cuello y se reía. Volvía a amagar y se volvia a reír. Entonces se puso serio, pero al tercer intento de un reflejo le atajé la muñeca y se la retorcí como un trapito de lo flacucho que era, pobre.

—¡Pero, che! ¿No me podés escuchar un segundo? ¿Vos estás drogado, no? Es jodido eso, tendrías que buscar algo que te apasione y te haga perder el tiempo. Yo te entiendo, en una me volví adicta al GTA, pero mal, ¿eh? Lo dejaba sólo para dormir o buscar algo de comer, y no comía ni dormía mucho. Después salía a la calle y seguía con el GTA. Me daban ganas de matar a golpes a cualquier transeúnte que pasara desprevenido, chorear un coche y arrollar a un par. Lo tuve que dejar y así empecé a sacar fotos y como que me encontré, ¿viste?

—¿Me estás gastando? —dijo con los dientes apretados, todavía intentando recuperar su muñeca y el resto de su mano. Lo solté a ver qué pasaba.

—Si no se te va la vida. Porque, te voy a decir algo y espero que no lo tomes a mal, pero eso es lo que ELLOS quieren. Quieren que te drogues con pegamento, con el paco o con la Play. Que te chupe todo un huevo así no te quejás de cómo te están cagando la vida. Al menos que no los busques, que te las arregles con los que encuentres más a mano.

»Eso no significa que ELLOS sean todos sanitos, ¡noo! No. La diferencia es que arriba sobra, abajo falta y, ante la falta, pasan cosas como esta: yo quiero sacar una foto y vos venís y me amenazás con un cúter que me vas a cortar toda. La realidad es que vos y yo no somos tan distintos. A los dos nos cagan y nos cagan todos los días como si eso fuera necesario para su propia supervivencia. Y nosotros lo único que queremos es que no nos rompan las pelotas. Yo no quiero estar ahí arriba, ni tener todo el poder del mundo como ELLOS. ¡No! Sólo quiero que no me rompan las pelotas. Y vos también. La diferencia entre nosotros es que yo tuve un poco más de suerte. Nada más.

»Si todos fuéramos más conscientes de nuestra situación, sería más fácil reclamar lo que nos corresponde, a quien corresponde. Seríamos más felices y no habría tanta violencia. Pero ELLOS no quieren que lo sepamos. ELLOS quieren que nosotros nos sintamos enemigos. Entonces vos me ves acá sacando fotos al reverendo pedo en esta vida y me querés cortar por hija de puta. Y yo dejo que me afanes todo para después, con la impotencia, el miedo y la bronca acumulada, salir a pedir que maten a ese hijo de puta que me robó, me amenazó y me pudo haber matado sin reparos. Así que nos matamos entre todos, porque somos todos unos hijos de puta. Y no, no, no. La verdad es que somos todos una manga de boludos. Egoístas y boludos.

Paré para respirar un poco de aire, me senté en el cordón de la vereda y saqué un pucho para respirar mejor.

—¿Querés? —le ofrecí al asaltante.

—Gracias —me aceptó con "ese", un poco más calmo.

Catorce

Sí, cada vez que venía alguien a casa me repetía lo mismo. Yo tenía esa costumbre y él esa paranoia.
Cerré la puerta detrás de mí y el primer paso que di se extendió un metro y medio más de lo común, hasta pararme contra la pared y quedar de frente al techo. Tenía la sospecha de que me dolería algo en cualquier instante, pero sin estar segura de qué. Me aseguré de que la Luli estuviera a salvo y ahí nomás sentí una punzada terrible en la parte izquierda de la cintura que me hizo retorcer durante algunos minutos, pero supo pasar.
Me incorporé a medias y examiné el piso del pasillo enchastrado de aceite. Viejo de mierda. Encima se daba el lujo de desperdiciar aceite.
Mantuve la calma, me levanté de a poquito y entré al departamento a cambiarme de ropa. Ya tendría tiempo para agarrarlo desprevenido a ese hijo de puta.

08 enero 2010

Trece

—Che, Turco... —comencé mientras me servía un plato de ravioles.

—Sí, sí, yo no estoy enamorado de vos, ni vos de mí. Ya fue, ya lo sabemos.

—En realidad te iba a preguntar quién es el tipo que está lavando los platos en la cocina... pero me alegro de que las cosas estén claras.

Era tan fácil. Con el Turco siempre era todo tan fácil que me daban ganas de abrazarlo y casarme con él. Así, sin amor, pero con esa comprensión exquisita de cada día.

—Si no estás enamorado de mí, tendré que aceptarlo —dije en medio de un fingido suspiro.

El Turco me tiró un pedazo de pan que me dio en el hombro.

—Sos demasiado perfecta para mí.

—Pfff... ¿perfecta yo? Lucite con algo más elaborado, Turquito.

—Una mujer que se duerme inmediatamente después de tener sexo es una mujer pefecta.

—Abé que eo e medira, ¿ó? —dije con tres ravioles en la boca.

—¿Qué cosa?

—Lo de la mujer perfecta, no existe. Los hombres viven reprochándole a las mujeres eso mismo que buscan en cada mujer. Se quejan de que hablan mucho, de los ataques de celos, que no entiendan de fútbol, que no les caigan bien sus amigos, etcétera. Pero si no hablan o si no celan, se ponen paranoicos. Si les gusta demasiado el fútbol o si se llevan demasiado bien con sus amigos, se sienten invadidos. Eso de que los hombres son simples es todo un mito, son tan rompebolas como las minas, pero sin la fama.

—¿De dónde sacaste eso? —me preguntó aguantando fallidamente una carcajada explosiva—. No conozco un sólo caso así, y aunque fuera cierto, no sé cómo lo verás vos, pero pareciera que los hombres buscaran algo tan simple como una mujer moderada, que no se vaya por los extremos, eso no es ser rompebolas.

—¿Una mujer moderada? ¿Que sea mujer pero no mucho? Que hable pero no demasiado, que cada tanto te haga una escenita de celos pero que no sea en serio, que no le guste el fútbol pero que tampoco le moleste ni se enganche a hacer preguntas estúpidas, que se lleve bien con tus amigos pero que nunca tenga ganas de verlos... ¿Eso es una mujer moderada?

—Bueno, un poco menos también, pero el te...

—¿Y me decís que no son rompe pelotas? Eso es una ilusión, Turco, eso es photoshop.

—No es tan así, Anabella —sentenció aburrido como para dar fin al tema.

—Es que no lo viviste. Ningún hombre te va a admitir que quiere un poco de esa cosa extraña que caracteriza a la mujer y de la que se quejó toda su vida. Pero cuando tienen lo que piden se sienten desatendidos, como las mujeres.

—¿Te volviste feminista o algo por el estilo esta mañana?

—El tema no es posicionarse en un lugar feminista o machista, la cosa es admitir que el ser humano es idiota por naturaleza, es hincha pelotas, y eso no tiene nada que ver con ser hombre o mujer. Son las tres de la tarde, Turco. Es domingo, estoy indispuesta, desempleada y con un casi pariente recién fallecido.

—Tá bien —el Turco me miró un rato esperando que su "tá bien" fuese suficiente para acabar con el tema—, no sos la mujer perfecta.

—Ahora nos entendemos.

Mentira. En realidad tenía ganas de que me diera un buen razonamiento para que toda mi absurda teoría creada en sueños se fuera al carajo. Terminé de limpiar el plato con el pan y se lo entregué al señor que hacía una hora no abandonaba la cocina.

—Es el vagabundo del subibaja, ¿te acordás?

—No.

—Ya te vas a acordar, me lo encontré ayer buscando su lugar después de tanto tiempo y lo invité a casa a tomar algo y hablar de la vida.

—Veo. Y que te limpie un poco de paso.

—Él solito se mandó.

—Bueno, si le dan ganas de lavar ropa todo mi placard está dispuesto. Me voy a pasear con la Luli.

Con "la Luli" me refería a mi pequeña Leicaflex, herencia de la abuela al igual que el resto de mi vida.

—Dale. Che, a la noche vienen Facu y el Cuervo. Acordate de, cuando vayas al baño, desabrocharte el pantalón cuando ya estés adentro.

—Bueeeeeenooooo...