20 noviembre 2010

Veintidós

No volví a mi casa. Antes pasé por lo de Miru. En esos meses no había sido tan ingrata como para no visitarla, pero igual sentía que me había alejado mucho de ella.

—No me saluda —fue lo primero que me dijo, con ojos vidriosos, al abrirme la puerta.

—¿Quién no te saluda?

—Nico, no me quiere, no me saluda.

Miru se había enamorado. Y ahora estaba desconsolada porque la víctima de su amor no la saludaba por el MSN. Así estaban las cosas.

—Capaz que no te vio conectada o capaz que lo dejó abierto y no está en la computadora. O capaz que no te quiere.

—¡No seas mala!

Miru estaba idiota. Sí, era entendible. El amor pone idiota a la gente. Yo supe ser una de las idiotas más grandes alguna vez. Pero ver reflejada en otro esa obsesión de juguete me incomodaba muchísimo porque no sabía qué hacer, qué decir, qué opinar.

—¿Por qué no lo saludás vos?

—¡Es que siempre lo saludo yo! Me siento re gede, va a pensar que soy una densa.

Y probablemente lo fuera. El amor también pone densa a la gente. El amor o como se llame ese interés desquiciado por conocer aún más a una persona que acabás de conocer. Ese querer a toda costa conocer, descubrir, admirar, compartir, tocar. Densos e idiotas.

Nico se ha desconectado.

Y se armó nomás. Toda la noche consolando a la desconsolada.

—Turco, no voy a poder ir a ninguna de tus fiestas hoy. Estoy ocupada.

Pero ese ocupada sí que fue real.

Veintiuno

Creyendo haber pisado mal, me había alejado tanto de mí que me costó un buen tiempo recordar quién era. Y cuando me acordé, todo se volvió tan simple, tan fácil, tan lindo, que me sentí una pelotuda.

Al día siguiente me levanté bien entrada la tarde, y desayuné unos mates con bizcochitos de grasa como hacía tiempo no desayunaba. El Turco estaba contentísimo con mi renuncia, cada dos exclamaciones de júbilo, iba y me abrazaba. Y, entre medio de ellas, se acordaba de alguna fiesta nueva a la cual estaba invitada. Pero yo todavía me sentía un poco rara. Como no sabía muy bien qué hacer, decidí visitar a Marito, quien siempre supo ser mi guía espiritual, aunque de espiritual no tenía nada y de guía muy poco.

En la puerta de su casa me encontré con Adelaida, la vecina más simpática de Marito y, tal vez por eso mismo, la menos cuerda.

—¡Anabella, querida! Hace tiempo que no se te ve por acá... ¿Hay un mozalbete por ahí? Ah, no me diga que se mudó. El barrio ya no es lo que era antes, verdad, pero yo nací acá y acá voy a morir. ¿Vos dónde naciste, nena?

—No me acuerdo —respondí con sinceridad.

—¿Cómo no se acuerda? Sabés dónde vivís por lo menos, ¿no? Qué dulce, qué linda niña. Yo me voy a caminar antes de que me olvide, pero pasá, pasá. Mario tiene que estar por ahí. ¡Cuidado con los conejos! No los sigas que te pueden llevar a lugares impensados, y fijate que el tercer escalón...

Adelaida siguió hablando mientras se alejaba, pero no logré escuchar el resto de sus consejos. Siempre se alejaba antes de terminar de despedirse. Me pregunto si alguna vez habrá terminado de despedirse.

Marito estaba pasando la aspiradora por sus frazadas hechas alfombra. Se alegró mucho de verme aunque me retó fuerte por casi haber olvidado mi cara. Le conté (y fue la primera vez que lo hablé en voz alta) sobre mis problemas existenciales con una franqueza que me sorprendía a mí misma.

—Y sí, ya viste que el camino correcto es el que se disfruta. Si no se disfruta entonces no es correcto, no hay mucha filosofía para hacer de eso —me decía Maro despreocupadamente, mientras luchaba contra una pelusa en una esquina de la habitación.

—Sí, sí, es verdad eso, pero igual siento un vacío... No sé, es como cuando sabés que te estás olvidando de algo pero no sabés qué. Siento eso. Que me estoy olvidando de algo.

—¿Juntaste unos pesos al menos?

—Sí, bastantes... no sé para qué.

—Deberías hacer un viaje.

—¿A dónde?

—No importa a dónde. Lo importante es el viaje, no el destino. Viajá, tomate el primer colectivo a donde sea que vaya. Si es lejos mejor, siempre y cuando puedas volver.

Marito no tuvo que decir mucho más para convencerme.

—Y cuando vuelvas, ponete a escribir, Anabella. Te estás olvidando de escribir.

Veinte

Durante los siguientes dos meses mi vida se limitó a levantarme a las 6 de la mañana, pegarme una ducha rápida y salir corriendo para la oficina. Llegar siempre cinco minutos tarde y recibir regaños de los superiores. Volcar café tres veces al día, contestar llamados telefónicos durante ocho horas y pisar los talones del jefe de turno. Cumplir horas extras no remuneradas, quedarme dormida en el colectivo y volver a casa caminando. Pedir pizza o empanadas y responderle al Turco: "no, estoy muy cansada". Dormir y creer que no fue suficiente.

Un jueves, Tadeo pasó por casa por primera vez en su vida para preguntarme qué pasaba conmigo, que hacía tiempo no los visitaba. Le respondí que estaba muy ocupada últimamente. Muy ocupada.

No reparé en aquellas estúpidas palabras hasta una semana más tarde, en medio de una de mis rutinarias aventuras por llegar a la oficina. Estaba cruzando la calle con la luz del semáforo intermitente. Antes de llegar a la esquina, una moto que estaba escondida detrás de una camioneta, arrancó con todo y casi me atropella. Lo puteé de arriba a abajo, de izquierda a derecha y del centro pa' fuera. Una señora que esperaba paciente en la esquina, se tropezó del susto y un nene que pasaba justo por ahí se largó a llorar descontroladamente. Alguna otra señora que paseaba por la escena se acercó para hacerme llegar sus quejas hacia los conductores que no tienen respeto por el peatón. La mandé a la mierda de inmediato y seguí mi camino.

A la media cuadra frené de repente y me senté en la entrada de un edificio cualquiera. Había mandado a la mierda a una vieja que no tenía nada que ver, sólo porque estaba molesta por volver a llegar tarde al trabajo. Le había dicho a mi hermano que estaba muy ocupada. ¿Qué carajo era todo eso? Parecía estar viviendo una película yanqui. Tomaba café, obedecía... ¿Qué era lo que estaba buscando? Sea como fuese, no iría a encontrarlo ahí, así.

Una chica me pidió permiso para abrir la puerta que yo estaba obstruyendo. Me levanté y me fui a la plaza más cercana, donde un grupo de músicos ebrios tocaban guitarras, quenas y cantaban muy mal. Me quedé tomando vino y cantando mal con ellos, riendo de lo absurdo de la vida.

Algunas horas después algún nadie de la oficina me llamó para preguntarme si iría a trabajar. Le contesté que en un rato iba. Y a última hora fui, con un aliento a vino de cartón que espantaba, pero bien parada y con la frente en frente. Renuncié y les devolví el celular que me habían impuesto para controlarme.

Volví a casa feliz y le dije al Turco que le jugaba un partido de Winning. Que esa noche era la noche del Marsella.

Diecinueve

Sentía que hacía meses no dormía. Sin embargo, esa noche no pude dormir. No pensaba en nada en particular, simplemente me quedaba allí, recostada en la cama con las zapatillas puestas, con las manos entrelazadas sobre la panza, con los vozarrones de los muchachos musicalizando el ambiente, con la tenue luz del velador que cada vez iluminaba menos.
Me sentía poco. No sentía ser poco, sino que me sentía menos que antes. Me sentía más liviana, pero no de carga, sino de esencia. Creí que desaparecería de un momento a otro. Y aún así, sin querer, amaneció. Yo seguía siendo, poco, pero seguía estando.

Me despegué de la cama como después de una siesta y me preparé para volver a empezar. O para volver a seguir. Debía reencontrar mi rumbo. Jamás antes se me había ocurrido pensar siquiera en un rumbo, nunca tuve proyectos concretos y mis sueños siempre murieron al morir el insomnio. Pero consciente o inconscientemente, había dado un paso en falso y debía retomar el camino, cualquiera fuese.
Desayuné, me bañe y me vestí lo más decentemente que el ropero me permitió. Imprimí unos cuantos currículum que, en letra mínima, describían los cientos de oficios a los que me había dedicado a lo largo de mi vida. Ninguno de ellos me otorgaba experiencia ni prestigio, pero eran todo lo que tenía.

Durante tres días anduve de un lado a otro repartiendo papeles como si mi supervivencia dependiera de ello. Al tercer día me llamaron para mi primera y última entrevista. Secretaria/recepcionista de una empresa de moda, mis responsabilidades serían asistir a los diferentes directores de la compañía, organizar la agenda y atender el teléfono. Acepté. No lo pensé.

Si lo hubiera pensado, probablemente todo hubiera sido diferente.