11 enero 2010

Dieciséis

Dos horas después estaba tocando el timbre de la casa de Miru, pero nadie respondía. Quise llamarla al celular cuando me di cuenta de que no lo tenía. El boludito me lo había afanado sin que yo me diera cuenta. Pero la Luli estaba conmigo y eso era lo importante.

Decidí pasar por lo de Jony en busca de la pequeña venganza que me esperaría al volver a casa, cuidando de no cruzarme con ningún otro maleante por el camino. Era 30 de Noviembre. Como se acercaban las fiestas, Jony estaba hasta las manos con el laburo pirotécnico, así que era el momento oportuno para manguearle una miserable bengala de humo.

Al alejarme del local de Jony, mientras cruzaba la calle en busca de una parada de colectivo familiar, me fijé en una señora, anciana ya, seguramente habría pasado la octava década, sentada en un banco de la plaza. Estaba sentada bien erguida, con las piernas muy juntas y ambas manos entre las rodillas. Su rostro me resultaba muy familiar. Pero lo que me llamó la atención fue su expresión. Tenía la mirada cansada, pero aún así alegre. Sonreía. Toda su postura decía que esperaba algo o a alguien, pero constantemente observaba satisfecha a la gente que se acumulaba en un rincón u otro de la plaza. No dudé en sacarle una foto, aunque me arrepentí un poco de no haber utilizado un rollo a color.

La anciana volvió su mirada hacia mí una milésima de segundo antes de que yo disparase. Me asusté al pensar que quizás se hubiera arruinado la foto al darse cuenta de que la estaban retratando. Pero cuando volví a mirarla sin ningún lente de por medio, ella seguía con su misma pasividad y alegría. Me acerqué y me senté a su lado.

—Discúlpeme... —¿Cómo expresar lo que viste con palabras?—. Era la foto perfecta. —No hay forma, no hay forma.

—No te disculpes, lo tomo como un halago —me sonrió la anciana incluso con la mirada—, aunque, si puedo ser curiosa, me gustaría ver cómo resultó.

—Bueno, es una cámara un poco antigua —respondí incómoda—, tengo que terminar el rollo y revelarlo.

—¡Ah! ¡Una cámara a rollo! Es de las mías, creí que ya no existían.

—Sí, son algo inusuales... las de ahora son bastante más prácticas.

—Hacen todo por uno, ¿no?

—Si...

La anciana retomó su estado de observación. Quería decirle algo, preguntarle algo, pero no sabía qué. Simplemente me quedé a su lado, observando yo también a la gente que se reunía en la plaza.

—¿Sabés? —comenzó la anciana unos pocos minutos después, sin dejar de mirar a la multitud—, he oído muchísimas veces la siguiente afirmación: "pretender culpabilizar a todos es no culpar a nadie". Es una frase interesante, pareciera tener mucho sentido y seguramente me sentiría muy inteligente al pronunciarla. Sin embargo, no puedo hacerlo. No tiene sentido que la diga yo. Que la diga alguien que se dedique a analizar las cosas, con teorías, con palabras, con supuestos. Pero que no lo diga alguien que vive con el sólo propósito de encontrar una justicia. Pedir castigo para todos sería una locura. Pero imagina a cada uno del montón, sin excepción alguna, cumpliendo la condena que le corresponde por su negligencia como ciudadano, como hermano, como padre. Sería maravilloso. Utópico. Tal vez.

»Sin embargo, cuando uno dedica su vida a buscar una justicia que pareciera tratarse de una leyenda, la imaginación no tiene límites. El pesimismo es un chiste muy inocente. La imposibilidad es un espejismo fácilmente detectable. La perseverancia es el caballo que nos lleva al galope hacia los paisajes más hermosos. Nos dicen que somos seres infantiles, inocentes, que desperdiciamos nuestro tiempo por una causa perdida. ¡Imaginate a mi edad! Nos reímos de ellos. Desperdician su vida en un mundo que no los convence, en un sistema que los oprime, en un ambiente que no los apasiona y, a veces incluso, acompañados de alguien que no aman. Que nadie intente ser feliz no significa que la felicidad haya desaparecido.

Yo no conocí muchas personas mayores a lo largo de mi vida. Mi abuela, el viejo de al lado y no mucho más. Pero esta señora no parecía una típica señora mayor. No hablaba como tal, no miraba como tal. Por lo menos, no como ninguna que yo hubiera conocido.

Anochecía y la plaza estaba cada vez más repleta, se volvía cada vez más pequeña e insuficiente. La señora comenzó a despedirse diciendo que tenía un largo viaje por delante. Creí que se tomaría el tren, pero entonces sacó un casco de debajo del asiento y se incorporó enérgicamente. Sabía que me resultaba familiar. Era la anciana de la moto que había salido en el noticiero hacía tres días y quince capítulos.

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