20 noviembre 2010

Veintiuno

Creyendo haber pisado mal, me había alejado tanto de mí que me costó un buen tiempo recordar quién era. Y cuando me acordé, todo se volvió tan simple, tan fácil, tan lindo, que me sentí una pelotuda.

Al día siguiente me levanté bien entrada la tarde, y desayuné unos mates con bizcochitos de grasa como hacía tiempo no desayunaba. El Turco estaba contentísimo con mi renuncia, cada dos exclamaciones de júbilo, iba y me abrazaba. Y, entre medio de ellas, se acordaba de alguna fiesta nueva a la cual estaba invitada. Pero yo todavía me sentía un poco rara. Como no sabía muy bien qué hacer, decidí visitar a Marito, quien siempre supo ser mi guía espiritual, aunque de espiritual no tenía nada y de guía muy poco.

En la puerta de su casa me encontré con Adelaida, la vecina más simpática de Marito y, tal vez por eso mismo, la menos cuerda.

—¡Anabella, querida! Hace tiempo que no se te ve por acá... ¿Hay un mozalbete por ahí? Ah, no me diga que se mudó. El barrio ya no es lo que era antes, verdad, pero yo nací acá y acá voy a morir. ¿Vos dónde naciste, nena?

—No me acuerdo —respondí con sinceridad.

—¿Cómo no se acuerda? Sabés dónde vivís por lo menos, ¿no? Qué dulce, qué linda niña. Yo me voy a caminar antes de que me olvide, pero pasá, pasá. Mario tiene que estar por ahí. ¡Cuidado con los conejos! No los sigas que te pueden llevar a lugares impensados, y fijate que el tercer escalón...

Adelaida siguió hablando mientras se alejaba, pero no logré escuchar el resto de sus consejos. Siempre se alejaba antes de terminar de despedirse. Me pregunto si alguna vez habrá terminado de despedirse.

Marito estaba pasando la aspiradora por sus frazadas hechas alfombra. Se alegró mucho de verme aunque me retó fuerte por casi haber olvidado mi cara. Le conté (y fue la primera vez que lo hablé en voz alta) sobre mis problemas existenciales con una franqueza que me sorprendía a mí misma.

—Y sí, ya viste que el camino correcto es el que se disfruta. Si no se disfruta entonces no es correcto, no hay mucha filosofía para hacer de eso —me decía Maro despreocupadamente, mientras luchaba contra una pelusa en una esquina de la habitación.

—Sí, sí, es verdad eso, pero igual siento un vacío... No sé, es como cuando sabés que te estás olvidando de algo pero no sabés qué. Siento eso. Que me estoy olvidando de algo.

—¿Juntaste unos pesos al menos?

—Sí, bastantes... no sé para qué.

—Deberías hacer un viaje.

—¿A dónde?

—No importa a dónde. Lo importante es el viaje, no el destino. Viajá, tomate el primer colectivo a donde sea que vaya. Si es lejos mejor, siempre y cuando puedas volver.

Marito no tuvo que decir mucho más para convencerme.

—Y cuando vuelvas, ponete a escribir, Anabella. Te estás olvidando de escribir.

1 comentario:

Gaucho dijo...

Bien por la narradora en el primer párrafo.
Tengo la firme creencia que cada vez que uno se siente un pelotudo, es porque evolucionó. Se da cuenta de la pelotudez en la que estaba inmerso cuando una ya ha cambiado a la "better version of me"
http://www.youtube.com/watch?v=1T2OEUnOYMI (el tema de la ubicación del piano en un recital es un tema aca, en la China y en el Central Park)

Coincido con Marito. En los viajes uno suele traer pelotudeces de regalito pa' los gomias mientras pa' uno mismo se trae alguna que otra despelotudización.