Algunos días son realmente inútiles en la vida. Veinticuatro horas de inutilidad. Esos días que te despertás temprano y no te querés levantar, porque no hay nada para hacer y cualquier cosa es una tortura para tu alma. Entonces esperás o dormís hasta que la mañana queda lejos, muy, muy lejos, y el cuerpo te pesa de tanto no hacer y te das cuenta de que no te queda otra, que tenés que levantarte y vivir esa mierda de vida que dios te dio.
Son esos días en que te viene y es domingo. Y no tenía que venir un domingo, tenía que venir el miércoles pero se adelantó de repente para sacarle por un rato el sentido a tu existencia. Sabés que esto no puede quedar así, entonces te levantás valientemente de un salto para darte cuenta de que no tenés fuerzas para caminar, ni para toser, porque encima estás resfriada. Así que te vas a dar un baño de inmersión creyendo que no debe haber nada más placentero.
Te das una ducha de un minuto y medio para eliminar impurezas y luego empezás a llenar la bañadera. Pero en la mitad del asunto, el agua comienza a salir fría y a lo lejos alguien lava los platos. Un domingo. Querés pegar un grito pero entre tu afonía, tu resfrío y el correr del agua del otro lado de la casa, nadie te escucha. Te quedás así, con media bañadera tibia, un humor de mierda y el peor baño de inmersión de tu vida. Salís peor que antes.
Porque ahora vas a la heladera y está vacía. No hay leche, no hay café, no hay una porción de pizza del día anterior, ni una puta galletita. Porque mirás hacia atrás y está todo mal. Eso que estabas segura de que no te había jodido, ahora te jode como nada en la vida. Todo lo que hiciste y lo que no hiciste es motivo de arrepentimiento. Lo que te propusiste es al pedo, nunca lo vas a lograr. Por cómo sos, nunca lo vas a lograr.
Y mirás hacia adelante pero no hay nada más que una cornisa, que estás ansiosa de saltar.
Y te mirás al espejo y estás fea, inútil, vulnerable, insoportable. Ni vos te soportás. Y empezás a llorar como una nena caprichosa o como un corazón recién partido, pero no tenés ganas de llorar. Es una pelotudez llorar. Y ahí estás, llorando como una pelotuda.
Entonces viene el Turco y te dice que hay ravioles. Así que te calmás un poco.
10 diciembre 2009
09 diciembre 2009
Once
El velatorio del señor Calcagno fue como todos los velatorios. Gente bien vestida, gestos sufridos y olor a muerte. Pero no fue esto lo que más me incomodó del asunto. Tampoco verlos a mis viejos con una tristeza tan exteriorizada que parecía ficticia.
Lo que me incomodó fue mi indiferencia. Intenté por todos los medios posibles meterme en la cabeza que Tony Calcagno estaba muerto para siempre y que eso era muy duro; que nunca más iría a reírme de sus chistes y que eso era angustiante. Pero yo estaba segura de mi consciencia y no sentía más que alivio por esa carga menos en Miru, en Mati y en el propio señor Calcagno. Ni siquiera remordimiento por no haberlo visitado durante los últimos cuatro meses.
En solitario resultaba fácil sentirse coherente ante estos pensamientos, pero al momento de consolar a Miru me creía insensible y estúpida. No podía más que abrazarla en silencio, mientras espantaba con la mirada a los dolientes interesados en dar su pésame.
Mientras tanto observaba a la gente. Me preguntaba sobre la razón de vestirse especialmente para un velatorio y sobre qué pautas seguiría cada uno. La necesidad de expresar dolor en el rostro a cada momento de silencio y en cada acercamiento a un familiar directo. Me preguntaba si sería algo calculado o un simple resultado fisiológico causado por el olor de las flores. Si estarían pensando en Tony o en algo más. Si alguno estuviera tan afligido que pensara en morirse junto a él. O si otro estuviera pensando en el asado que se perdió por estar en ese velorio de mierda.
Pensaba en Miru y en las plabras que necesitaría escuchar. Pensaba en Mati y en cómo estaría en algún otro rincón detrás del gentío, desconsolado en un sillón igual que Miru, pero en brazos de su novia. Y que había pensado primero en mí. Yo recibí la noticia, lo abracé y lo escuché antes que nadie. Y no sabía por qué.
En eso estaba cuando me di cuenta de que si mantenía esa posición oblicua de protección sobre Miru un minuto más iba a quedar deforme de por vida.
—Che, yo te quiero mucho, sabés, pero ya fue demasiado consuelo para mi cintura.
Miru sonrió y yo me quedé un poco tranquila y un poco feliz. Aproveché la ocasión para estirar las patas, fumarme un pucho y tomar aire fresco. O, por lo menos, aire un poco más vivo. Miru fue a cumplir con su rol de huérfana por un rato.
El día estaba precioso. Alguna que otra nube algodonosa y un sol gigante extinguiéndose. Yo creía que, como en las películas, todos los funerales se hacían bajo la lluvia en cementerios soñados, con pastitos de cancha de fútbol y lápidas ordenadas matemáticamente. Que todos llevaban paraguas y que esos paraguas eran negros. Y que siempre había un malenamorado detrás de un árbol, observando el dolor ajeno con el corazón roto.
Todo mentira. Acá ni siquiera había lágrimas. Caras de espanto, aflicción o aburrimiento, pero nada más. Y un sol que hacía feliz a la gente fuera del salón de la muerte. A la mañana siguiente, cremarían el cuerpo de Tony y chau.
Me fumé un cigarrillo y otro más, mientras pensaba en todo lo que fuera posible pensar, menos en lo que me había dicho Matías la noche anterior.
Miru no sabía que yo había pasado toda la noche con su hermano, pero supuso que no había dormido por mi cara de muerta en vida, así que me pidió que me vaya a casa. Me negué rotundamente, lo único que faltaba para sentirme realmente una mierda de amiga era dejarla sola. Pero al final de la noche, cuando sólo quedábamos Matías, su novia de toda la vida y nosotras, divididos de a pares por un paredón de silencios que nada tenían que ver con la familia ni con el luto, decidí hacerle caso.
Al llegar a casa me encontré con quince botellas de cerveza vacías, un señor roncando en el sillón del living y una infinidad de pañuelitos usados desparramados por el suelo. El Turco dormía como era su costumbre los sábados a la noche.
—Nene... tuve una pesadilla... ¿puedo dormir con vos?
Lo que me incomodó fue mi indiferencia. Intenté por todos los medios posibles meterme en la cabeza que Tony Calcagno estaba muerto para siempre y que eso era muy duro; que nunca más iría a reírme de sus chistes y que eso era angustiante. Pero yo estaba segura de mi consciencia y no sentía más que alivio por esa carga menos en Miru, en Mati y en el propio señor Calcagno. Ni siquiera remordimiento por no haberlo visitado durante los últimos cuatro meses.
En solitario resultaba fácil sentirse coherente ante estos pensamientos, pero al momento de consolar a Miru me creía insensible y estúpida. No podía más que abrazarla en silencio, mientras espantaba con la mirada a los dolientes interesados en dar su pésame.
Mientras tanto observaba a la gente. Me preguntaba sobre la razón de vestirse especialmente para un velatorio y sobre qué pautas seguiría cada uno. La necesidad de expresar dolor en el rostro a cada momento de silencio y en cada acercamiento a un familiar directo. Me preguntaba si sería algo calculado o un simple resultado fisiológico causado por el olor de las flores. Si estarían pensando en Tony o en algo más. Si alguno estuviera tan afligido que pensara en morirse junto a él. O si otro estuviera pensando en el asado que se perdió por estar en ese velorio de mierda.
Pensaba en Miru y en las plabras que necesitaría escuchar. Pensaba en Mati y en cómo estaría en algún otro rincón detrás del gentío, desconsolado en un sillón igual que Miru, pero en brazos de su novia. Y que había pensado primero en mí. Yo recibí la noticia, lo abracé y lo escuché antes que nadie. Y no sabía por qué.
En eso estaba cuando me di cuenta de que si mantenía esa posición oblicua de protección sobre Miru un minuto más iba a quedar deforme de por vida.
—Che, yo te quiero mucho, sabés, pero ya fue demasiado consuelo para mi cintura.
Miru sonrió y yo me quedé un poco tranquila y un poco feliz. Aproveché la ocasión para estirar las patas, fumarme un pucho y tomar aire fresco. O, por lo menos, aire un poco más vivo. Miru fue a cumplir con su rol de huérfana por un rato.
El día estaba precioso. Alguna que otra nube algodonosa y un sol gigante extinguiéndose. Yo creía que, como en las películas, todos los funerales se hacían bajo la lluvia en cementerios soñados, con pastitos de cancha de fútbol y lápidas ordenadas matemáticamente. Que todos llevaban paraguas y que esos paraguas eran negros. Y que siempre había un malenamorado detrás de un árbol, observando el dolor ajeno con el corazón roto.
Todo mentira. Acá ni siquiera había lágrimas. Caras de espanto, aflicción o aburrimiento, pero nada más. Y un sol que hacía feliz a la gente fuera del salón de la muerte. A la mañana siguiente, cremarían el cuerpo de Tony y chau.
Me fumé un cigarrillo y otro más, mientras pensaba en todo lo que fuera posible pensar, menos en lo que me había dicho Matías la noche anterior.
Miru no sabía que yo había pasado toda la noche con su hermano, pero supuso que no había dormido por mi cara de muerta en vida, así que me pidió que me vaya a casa. Me negué rotundamente, lo único que faltaba para sentirme realmente una mierda de amiga era dejarla sola. Pero al final de la noche, cuando sólo quedábamos Matías, su novia de toda la vida y nosotras, divididos de a pares por un paredón de silencios que nada tenían que ver con la familia ni con el luto, decidí hacerle caso.
Al llegar a casa me encontré con quince botellas de cerveza vacías, un señor roncando en el sillón del living y una infinidad de pañuelitos usados desparramados por el suelo. El Turco dormía como era su costumbre los sábados a la noche.
—Nene... tuve una pesadilla... ¿puedo dormir con vos?
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